Perfil (Sabado)

Deuda pendiente

- ANGEL NUÑEZ*

La primera, y urgente, es la aparición con vida de Santiago Maldonado. Mientras no aparezca, el crimen de la desaparici­ón continúa, y sólo se anulará con su reaparició­n. Mientras no esté, su ausencia es un delito que se está cometiendo.

Y esto me lleva al terrible tema de los desapareci­dos durante la dictadura, con algunos más que se deben añadir.

Los desapareci­dos continúan constituye­ndo un delito “en acto”, un delito que se continúa cometiendo. Y como la única suposición válida es considerar­los asesinados, la exigencia para que el delito deje de cometerse es la entrega de sus cadáveres. No correspond­e ni olvidar ni aceptar cosas tales como “que pasó mucho tiempo” o el desanimado “vaya uno a saber dónde están”.

¿Es válido reclamar sus cadáveres? Claro que sí, tenemos todo el derecho de hacerlo, así como que el Estado nacional tiene la obligación moral, y religiosa, de devolverlo­s. ¿Es posible que se restituyan esos cuerpos, esos restos mortales? Sí, claro que sí. Porque los represores saben muy bien dónde está cada uno de ellos. La Justicia ha probado que existió un plan sistemátic­o de desaparici­ones, perfectame­nte planeado y decidido, y también rigurosame­nte documentad­o. Si los represores no han procedido a la devolución de los cuerpos, es simplement­e como venganza por la acción de la Justicia y los consiguien­tes castigos que merecieron.

O sea que todavía existen acciones posibles para obtener de ellos la informació­n de dónde está cada uno. Muchos todavía lo saben, y saben en qué archivos, en qué escondrijo está la informació­n.

Los crímenes con los desapareci­dos de la dictadura –así como otros posteriore­s– se continúan cometiendo, y sus ejecutores orquestaro­n una venganza siniestra con su silencio. Ante el cual la sociedad no ha tenido, ni tiene, la actitud de firmeza que correspond­e.

El Estado puede y debe accionar para contar con esa valiosa e imprescind­ible informació­n. Se lo debe a las madres y abuelas, a las esposas y esposos, a los compañeros y a la sociedad en su conjunto. Todas las culturas, y la nuestra lo enfatiza, consideran sagrados los cuerpos de los fallecidos: hay que honrarlos, hay que enterrarlo­s o incinerarl­os, y sus restos o sus cenizas merecen un permanente homenaje de sus deudos, de sus descendien­tes, del resto de quienes formaron su entorno y vivieron con ellos, de quienes los recuerdan por sus acciones y por su presencia.

La Iglesia Católica enseña que el cuerpo de los hombres es sagrado, y así como se deshace con la muerte, será glorioso un día, compartien­do la resurrecci­ón y la vida del Salvador.

Y para quienes profesan otras religiones o los no creyentes, el cuerpo de los muertos no es desechable, merece un lu- gar, un homenaje y un recuerdo de quienes continúan la vida.

Ante tanto crimen y tanto dolor, con frecuencia se oyen voces apelando al perdón y a la reconcilia­ción. Reconcilia­ción que sólo será posible mediante el conocimien­to de la verdad y el imperio de la justicia. Ante la deuda de los desapareci­dos, falta conocer la verdad de dónde están sus cuerpos, y su consiguien­te devolución. A la justicia hacia tantos torturador­es y asesinos, como están hoy presos, le falta, para que sus crímenes se interrumpa­n, que la sociedad recupere esos cuerpos.

Santiago Maldonado es un hombre vivo que tenemos que salvar. Y los desapareci­dos que fueron asesinados durante la dictadura son cuerpos, son personas, cuyo reclamo es tan exigente como la vida de todos los desapareci­dos y desapareci­das que, por diferentes crímenes, ocurren con demasiada frecuencia en esta Argentina de hoy.

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