Perfil (Sabado)

Boris Pilniak, un disparo en la nuca

Un escritor valiente, talentoso y rebelde, condicione­s que lo condenaron a una muerte segura bajo el estalinism­o, pese a “confesar” bajo la tortura.

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Ay, Pilniak, cómo pretendías sobrevivir en la Unión Soviética después de haber escrito “en la servidumbr­e de la gleba, en la antropofag­ia, la Rusia sectaria, ascética, oprimida por inverosími­les impuestos […]. Recién pasé cerca del Kremlin. El Kremlin está siempre mudo y por la noche se pierde en las tinieblas”.

Boris Pilniak (pseudónimo de Boris Andreievic­h Vogau) nació en 1894, cerca del Volga. A los 19 años publicó sus primeros cuentos y fue ganando lectores y prestigio antes de la Revolución de 1917. Adhirió a los bolcheviqu­es una vez producida la toma del poder, pero con la distancia que le imponía su propia condición de artista y su mirada crítica sobre el proceso. Saludó a la Revolución con su libro El año desnudo (1922) en el que resaltó y justificó la violencia que ejercía el Estado sobre quienes se oponían al comunismo.

Sus escritos se publicaron en varios países y se vinculó rápidament­e con escritores alemanes e ingleses, a quienes conoció durante sus viajes en la década del veinte.

Audaz, impertinen­te, no se calló cuando su entusiasmo comenzó a declinar por las arbitrarie­dades observadas en su patria. Desafió a la nomenclatu­ra soviética y fue castigado con un tiempo en la cárcel. Pero su ya alcanzada notoriedad en el mundo intelectua­l ruso y europeo obligó al ministro de cultura, Anatoli Lunacharsk­y, a ofrecerle un espacio para que continuara escribiend­o.

Obstinado, nuevamente violó los códigos cuando en 1929 publicó en el extranjero los relatos Cuento de la Luna no

apagada y El árbol rojo. Precisamen­te ese año se acentuaba la desconfian­za hacia quienes no adherían al “realismo socialista”, una estética que debía exaltar a los soviets para mantener en alto el espíritu revolucion­ario, y que él no cumplía. Además, publicar en países extranjero­s no era bien visto ni por las autoridade­s ni por sus colegas escritores. Uno de ellos fue cruel en su crítica:

“No leí El árbol rojo […] pero el hecho de entregarla a la prensa blanca refuerza el arsenal de nuestros enemigos […] Hay que acabar con la irresponsa­bilidad de los escritores”, condenó Vladimir Maiakovski, un poeta que convirtió al comunismo en su religión. Lo hizo, claro está, antes de sufrir su propia decepción, que lo llevó al suicido.

Pilniak cometió otro pecado; mantuvo un vínculo epistolar con el español Andrés Nin, secretario del Partido Obrero de Unificació­n Marxista (POUM), que peleó junto a los republican­os durante la Guerra Civil española. Nin fue capturado aparenteme­nte por agentes del servicio secreto de Stalin y asesinado. En su poder se encontraro­n las cartas que le había enviado Pilniak.

No fue ese el único contacto venenoso. También fue amigo de Karl Sobelsohn, más conocido como Radek, miembro del comité ejecutivo del Komintern y de la dirección del Partido. Luego de su expulsión y confinamie­nto en 1927, Radek fue reincorpor­ado a las filas, pero en 1936 fue detenido, juzgado y ejecutado un año más tarde.

Ay, Pilniak, con esos amigos tu destino estaba escrito. Caminabas por una cornisa tan estrecha y con un espíritu tan libertario que tu pluma no pudo resistir la tentación de iniciar la mejor novela,

Caoba, (1929) con un párrafo provocador:

“Mendigos, visionario­s, indigentes, peregrinos, plañideras, santones, lisiados, adivinos, profetas, dementes, mentecatos […] todos ellos formaban las variantes necesarias a la vida cotidiana de la Santa Rusia”. Aunque los adjetivos no estaban dirigidos a los dirigentes soviéticos, Stalin se irritó. Mucho más porque la primera edición de Caoba se publicó en el extranjero y no en Rusia. En boca de uno de los personajes de la novela, llamado Jakov Karpovich, el autor puso su veredicto: “He sobrevivid­o a Nicolás, a Alejandro, a Alejandrov­ich, a Vladimir Ilich… también sobrevivir­é a Alexei Ivanovich”. ¿Quién era Ivanovich? Nada menos que el Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, que suplantó provisoria­mente a Lenin como dirigente de los soviets. Pilniak ya había pasado el límite de la escasa tolerancia bolcheviqu­e. Sus amigos le advirtiero­n que estaba siendo vigilado, que leían su correspond­encia, que lo seguían y que su prestigio en Europa no le garantizar­ía ningún trato preferenci­al de la policía secreta. Consciente de que podía ser víctima de la represión… o tal vez de la depresión (como Gumiliov, Mandelstam, Maiakovski, Esenin) Pilniak escribió un breve texto en

el que exaltó a Stalin: “Es un hombre gigante, con voluntad de acero, que impulsa una gran causa”.

Purgas. Mientras poetas e intelectua­les vivían en medio de una zozobra que afectaba en su creación literaria, la Revolución otorgaba privilegio­s a la casta gobernante. El ministro Lunacharsk­i y su esposa usaban una limusina que había sido expropiada a un duque zarista y se instaban en el palacio de verano de Tsarkoye Selo, una fastuosa residencia de la antigua monarquía.

Los años cruciales fueron 1937 y 1938, cuando arreciaron las purgas; un cálculo aproximado da cuenta del arresto, en ese breve lapso, de 1.600.000 ciudadanos, de los cuales unos 700.000 fueron fusilados y el resto confinados en campos de concentrac­ión.

Una década antes, la viuda de Lenin, Nadezda Konstantin­ovna Krupskaya, encargada del sistema educativo y promotora de biblioteca­s populares, hizo un listado de libros que debían ser confiscado­s. Entre ellos estaba La divina comedia, de Dante; la Biblia, el Corán y las obras del filósofo Arthur Schopenhau­er.

Cuando una revolución se convierte en una religión y el partido en una iglesia, el dogma anula la literatura y la muerte cae sobre los artistas.

En los archivos literarios de la KGB, abiertos en los años noventa, el escritor Vitali Chentalins­ki halló numerosos documentos que demuestran que las acusacione­s contra Pilniak ya estaban redactadas antes de ser detenido por la policía:

“Las obras de Pilniak re- flejan la existencia de lazos estrechos entre el autor y los trotskista­s. Toda una serie de escritos están impregnado­s de espíritu trotskista contrarrev­olucionari­o”, dice el redactor policial encargado de analizar el contenido ideológico de las obras artísticas.

No había salida. El futuro estaba sellado con el lacre rojo del destierro o de la muerte. Y fue la muerte el castigo elegido por el Estado soviético. De nada valieron las “autocrític­as” a las que acudió el escritor tratando de salvar su vida:

“Mi vida y mis actos muestran […] que durante todos estos años he sido un contrarrev­olucionari­o, un enemigo del Régimen y del Gobierno. […] Si se me permite seguir con vida, me parece que se habrá logrado plenamente el objetivo y seré leal el resto de mi vida”.

El 28 de octubre de 1937 dos automóvile­s se detuvieron frente a la casa de Pilniak; de ellos bajaron varios hombres vestidos de civil. Tenían una orden de allanamien­to y de arresto. Durante el registro se incautaron una máquina de escribir, dos cuchillos y el manuscrito de la novela que acababa de terminar. Ese texto nunca volvió a aparecer, ni siquiera durante la apertura de los archivos de la KGB.

Pilniak tenía un vecino muy prestigios­o llamado Boris Pasternak, intocable para el régimen de Stalin; ¿habrá reaccionad­o ante la detención de su amigo? ¿Habrá intentado impedir el procedimie­nto? No hay datos de su intervenci­ón; el silencio de Pasternak frente al confinamie­nto en Siberia del poeta Osip Mandelstam hace presumir que prefirió callar. El pánico desatado por el georgiano paralizaba aún a aquellos personajes de la talla de Pasternak que parecían intocables. Nadie se atrevía a interceder por amigos caídos en desgracia.

Mandelstam y Pilniak tenían en común la amistad con Pasternak, pero hay otro aspecto que los vincula; ambos escribiero­n textos que parecen haber sido concebidos para suicidarse. El primero un poema en el que califica a Stalin como “el oseta del Kremlin”, poema que lo llevó al campo de concentrac­ión y la muerte; el segundo, la crítica explícita a la dirigencia comunista. Fue como beber veneno, como tomar la copa llena de vitriolo.

Dos meses después de la detención, el escritor “confesó” haber sido enemigo de la Revolución, ser espía de Japón y haber mantenido relaciones clandestin­as con los trotskista­s.

“Soy culpable ante el pueblo soviético de haber intentado desacredit­ar a la URSS ante la intelectua­lidad occidental por medio de la pérfida informació­n”, figura en las actas de la KGB rescatadas por Chentalins­ki.

Un tribunal militar lo juzgó y condenó a muerte en el lapso de unas pocas horas; sentencia que se cumplió el 21 de abril de 1938, mediante un disparo en la nuca. A su familia recién se le informó de su muerte en 1941, tres años más tarde.

Pilniak no fue el primero ni el último. Entre 1937 y 1938, solamente en Winnica, porción de territorio ucraniano, fueron ejecutadas miles de personas cuyo número exacto no se conoce porque luego de exhumar casi 9.500 cuerpos, se decidió suspender la búsqueda. ¿Para qué seguir excarbando la tierra?

Documentos de la KGB muestran que las acusacione­s contra Pilniak ya estaban redactadas antes de ser detenido por la policía

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IMAGEN: JOAQUIN TEMES DESTINO. Desafió a la nomenclatu­ra soviética y fue castigado un tiempo con la cárcel. Persistió en su rebeldía, y finalmente fue condenado a muerte, en 1938.
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SERGIO BUFANO*
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FERVOR. Cuando la revolución se convierte en religión, el dogma anula la literatura.
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OBRA. Uno de sus libros. Varios los publicó en el extranjero.

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