Un actor que escapa a los clichés de los viejos gruñones en el cine
Un éxito del público en Suecia finalmente llega a Argentina. Eso por lo pronto implica, en su presentación al menos, una película que toma la fórmula del viejo gruñón viudo de la casita de al lado y la muta en una mezcla sincera, pero con tropezones, entre sentimientos y patetismos.
La idea de base que empuja la trama es clásica para el cine de todas las latitudes, por así decirlo: un vínculo que más allá de su resistencia se va generando entre Ove (el anciano gruñón del caso) y sus vecinos, sobre todo con una viuda joven.
El problema central al que se puede acusar a este film europeo –que se pensaría escapa a los convencionalismos del mainstream norteamericano– es que los abusos de esa rutina entre el viejo y sus vecinos son en gran parte despojados de peso gracias a la intensidad poco tóxica de nombres como el del actor Rolf Lassgård.
Es el director quien sabe cómo reaccionar, seguro, y hay que reconocer que lo intenta, pero es Rolf quien contiene antes de detonar, quien hace genuino lo que en otros casos desbarrancaría en un exceso lacrimógeno.
Lo cierto es que el film no se ahorra ningún lugar común, ni tampoco su explotación casi minera del mismo, pero ahí es donde Rolf resiste lo que el guión abraza y lanza como bala de cañón. Es ahí donde lo que el actor resiste hasta que la realidad comienza a abollar sus ganas de aguantar. Entonces lo que una película americana mastica y hace chicle globo hipermasticado, aquí deviene un reflejo perverso de original, una copia con poder pero difícilmente nueva, o incluso regenerada para ser cómoda a los ojos ajenos. Eso no anula el trabajo de sus actores, quienes le dan corazón y fuerza a una película que se obsesiona por no darles talento alguno frente a este relato. Hay actores que dignifican, pero no pueden hacer milagros.