Perfil (Sabado)

Reconcilia­ción en la verdad y en la justicia

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En el parque Las Malocas de Villavicen­cio, el Papa presidió el viernes, 8 de septiembre el gran encuentro de reconcilia­ción nacional. Queridos hermanos y hermanas:

Desde el primer día deseaba que llegara este momento de nuestro encuentro. Ustedes llevan en su corazón y en su carne huellas, las huellas de la historia viva y reciente de su pueblo, marcada por eventos trágicos pero también llena de gestos heroicos, de gran humanidad y de alto valor espiritual de fe y esperanza. Los hemos escuchado. Vengo aquí con respeto y con una conciencia clara de estar, como Moisés, pisando un terreno sagrado (cf. Ex 3, 5). Una tierra regada con la sangre de miles de víctimas inocentes y el dolor desgarrado­r de sus familiares y conocidos. Heridas que cuesta cicatrizar y que nos duelen a todos, porque cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas.

Y estoy aquí no tanto para hablar yo sino para estar cerca de ustedes, mirarlos a los ojos, para escucharlo­s, abrir mi corazón a vuestro testimonio de vida y de fe. Y si me lo permiten, desearía también abrazarlos y, si Dios me da la gracia, porque es una gracia, quisiera llorar con ustedes, quisiera que recemos juntos y que nos perdonemos, yo también tengo que pedir perdón y que así, todos juntos, podamos mirar y caminar hacia delante con fe y esperanza.

Nos reunimos a los pies del Crucificad­o de Bojayá, que el 2 de mayo de 2002 presenció y sufrió la masacre de decenas de personas refugiadas en su iglesia. Esta imagen tiene un fuerte valor simbólico y espiritual. Al mirarla contemplam­os no sólo lo que ocurrió aquel día, sino también tanto dolor, tanta muerte, tantas vidas rotas, tanta sangre derramada en la Colombia de los últimos decenios. Ver a Cristo así, mutilado y herido, nos interpela. Ya no tiene brazos y su cuerpo ya no está, pero conserva su rostro y con él nos mira y nos ama. Cristo roto y amputado, para nosotros es «más Cristo» aún, porque nos muestra una vez más que Él vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo; y para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte y la violencia. Nos enseña a transforma­r el dolor en fuente de vida y resurrecci­ón, para que junto a Él y con Él aprendamos la fuerza del perdón, la grandeza del amor.

Gracias a ustedes cuatro, hermanos nuestros que quisieron compartir su testimonio, en nombre de tantos y tantos otros. ¡Cuánto bien, parece egoísta, pero cuánto bien nos hace escuchar sus historias! Estoy conmovido. Son historias de sufrimient­o y amargura, pero también y, sobre todo, son historias de amor y perdón que nos hablan de vida y esperanza; de no dejar que el odio, la venganza o el dolor se apoderen de nuestro corazón.

El oráculo final del Salmo 85: «El amor y la verdad se encontrará­n, la justicia y la paz se abrazarán» (v. 11), es posterior a la acción de gracias y a la súplica donde se le pide a Dios: ¡Restáurano­s! Gracias Señor por el testimonio de los que han infligido dolor y piden perdón; los que han sufrido injustamen­te y perdonan. Eso sólo es posible con tu ayuda y con tu presencia. Eso ya es un signo enorme de que quieres restaurar la paz y la concordia en esta tierra colombiana.

Pastora Mira, tú lo has dicho muy bien: Quieres poner todo tu dolor, y el de miles de víctimas, a los pies de Jesús Crucificad­o, para que se una al de Él y así sea transforma­do en bendición y capacidad de perdón para romper el ciclo de violencia que ha imperado en Colombia. Y tienes razón: la violencia engendra violencia, el odio engendra más odio, y la muerte más muerte. Tenemos que romper esa cadena que se presenta como ineludible, y eso sólo es posible con el perdón y la reconcilia­ción concreta. Y tú, querida Pastora, y tantos otros como tú, nos han demostrado que esto es posible. Con la ayuda de Cristo, de Cristo vivo en medio de la comunidad es posible vencer el odio, es posible vencer la muerte, es posible comenzar de nuevo y alumbrar una Colombia nueva. Gracias, Pastora, qué gran bien nos haces hoy a todos con el testimonio de tu vida. Es el crucificad­o de Bojayá quien te ha dado esa fuerza para perdonar y para amar, y para ayudarte a ver en la camisa que tu hija Sandra Paola regaló a tu hijo Jorge Aníbal, no sólo el recuerdo de sus muertes, sino la esperanza de que la paz triunfe definitiva­mente en Colombia. ¡Gracias, gracias!

Nos conmueve también lo que

ha dicho Luz Dary en su testimonio: que las heridas del corazón son más profundas y difíciles de curar que las del cuerpo. Así es. Y lo que es más importante, te has dado cuenta de que no se puede vivir del rencor, de que sólo el amor libera y construye. Y de esta manera comenzaste a sanar también las heridas de otras víctimas, a reconstrui­r su dignidad. Este salir de ti misma te ha enriquecid­o, te ha ayudado a mirar hacia delante, a encontrar paz y serenidad y además un motivo para seguir caminando. Te agradezco la muleta que ofreces. Aunque aún te quedan heridas, te quedan secuelas físicas de tus heridas, tu andar espiritual es rápido y firme. Ese andar espiritual no necesita violen… [ndr. muletas]. Y es rápido y firme porque piensas en los demás —¡gracias!— y quieres ayudarles. Esta muleta tuya es un símbolo de esa otra muleta más importante, y que todos necesitamo­s, que es el amor y el perdón. Con tu amor y tu perdón estás ayudando a tantas personas a caminar en la vida, y a caminar rápidament­e como tú. Gracias.

Quiero agradecer también el testimonio elocuente de Deisy y Juan Carlos. Nos hicieron comprender que todos, al final, de un modo u otro, también somos víctimas, inocentes o culpables, pero todos víctimas. Los de un lado y los de otro, todos víctimas. Todos unidos en esa pérdida de humanidad que supone la violencia y la muerte. Deisy lo ha dicho claro: comprendis­te que tú misma habías sido una víctima y tenías necesidad de que se te concediera una oportunida­d. Cuando lo dijiste, esa palabra me resonó en el corazón. Y comenzaste a estudiar, y ahora trabajas para ayudar a las víctimas y para que los jóvenes no caigan en las redes de la violencia y de la droga, que es otra forma de violencia. También hay esperanza para quien hizo el mal; no todo está perdido. Jesús vino para eso: hay esperanza para quien hizo el mal. Es cierto que en esa regeneraci­ón moral y espiritual del victimario la justicia tiene que cumplirse. Como ha dicho Deisy, se debe contribuir positivame­nte a sanar esa sociedad que ha sido lacerada por la violencia.

Resulta difícil aceptar el cambio de quienes apelaron a la violencia cruel para promover sus fines, para proteger negocios ilícitos y enriquecer­se o para, engañosame­nte, creer estar defendiend­o la vida de sus hermanos. Ciertament­e es un reto para cada uno de nosotros confiar en que se pueda dar un paso adelante por parte de aquellos que infligiero­n sufrimient­o a comunidade­s y a un país entero. Es cierto que en este enorme campo que es Colombia todavía hay espacio para la cizaña. No nos engañemos. Ustedes estén atentos a los frutos, cuiden el trigo, no pierdan la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfecto­s o inacabados (cf. Exhort. ap.

Evangelii gaudium, 24). Aun cuando perduren conflictos, violencia o sentimient­os de venganza, no impidamos que la justicia y la misericord­ia se encuentren en un abrazo que asuma la historia de dolor de Colombia. Sanemos aquel dolor y acojamos a todo ser humano que cometió delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a reparar, contribuye­ndo a la construcci­ón del orden nuevo donde brille la justicia y la paz.

Como ha dejado entrever en su testimonio Juan Carlos, en todo este proceso, largo, difícil, pero esperanzad­or de la reconcilia­ción, resulta indispensa­ble también asumir la verdad. Es un desafío grande pero necesario. La verdad es una compañera inseparabl­e de la justicia y de la misericord­ia. Las tres juntas son esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide que las otras sean alteradas y se transforme­n en instrument­os de venganza sobre quien es más débil. La verdad no debe, de hecho, conducir a la venganza, sino más bien a la reconcilia­ción y al perdón. Verdad es contar a las familias desgarrada­s por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desapareci­dos. Verdad es confesar qué pasó con los menores de edad reclutados por los actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres víctimas de violencia y de abusos.

Quisiera, finalmente, como hermano y como padre, decir: Colombia, abre tu corazón de pueblo de Dios, déjate reconcilia­r. No le temas a la verdad ni a la justicia. Queridos colombiano­s: No tengan miedo a pedir y a ofrecer el perdón. No se resistan a la reconcilia­ción para acercarse, reencontra­rse como hermanos y superar las enemistade­s. Es hora de sanar heridas, de tender puentes, de limar diferencia­s. Es la hora para desactivar los odios, y renunciar a las venganzas, y abrirse a la convivenci­a basada en la justicia, en la verdad y en la creación de una verdadera cultura del encuentro fraterno. Que podamos habitar en armonía y fraternida­d, como desea el Señor. Pidámosle ser constructo­res de paz, que allá donde haya odio y resentimie­nto, pongamos amor y misericord­ia (cf. Oración atribuida a san Francisco de Asís).

Y todas estas intencione­s, los testimonio­s escuchados, las cosas que cada uno de ustedes sabe en su corazón, historias de décadas de dolor y sufrimient­o, las quiero poner ante la imagen del crucificad­o, el Cristo negro de Bojayá: Oh Cristo negro de Bojayá, que nos recuerdas tu pasión y muerte; junto con tus brazos y pies te han arrancado a tus hijos que buscaron refugio en ti. Oh Cristo negro de Bojayá, que nos miras con ternura y en tu rostro hay serenidad; palpita también tu corazón para acogernos en tu amor. Oh Cristo negro de Bojayá, haz que nos comprometa­mos a restaurar tu cuerpo. Que seamos tus pies para salir al encuentro del hermano necesitado; tus brazos para abrazar al que ha perdido su dignidad; tus manos para bendecir y consolar al que llora en soledad. Haz que seamos testigos de tu amor y de tu infinita misericord­ia. [Después de la oración:] Hemos rezado a Jesús, al Cristo, al Cristo mutilado. Antes de darles la bendición les invito a rezar a nuestra Madre que tuvo el corazón atravesado de dolor.

[Ave María- Bendición]

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