Perfil (Sabado)

Discutir con seriedad la paridad de género

- SEBASTIAN GUIDI* *Abogado y docente de derecho constituci­onal (UBA). Magíster en Derecho (Yale University).

Un viejo chiste en Italia atribuye al gobierno todo lo malo que pasa: Piove, governo ladro! Los abogados tenemos una versión propia: todo lo que no nos gusta es inconstitu­cional. Al intervenir en el debate público, a menudo nos vemos tentados a traducir discusione­s hondamente políticas al supuesto lenguaje de la ley. El derecho es una construcci­ón colectiva y una fuente valiosa para nuestra discusión de temas públicos; pero caer en ese reduccioni­smo nos lleva a soslayar la sustancia de los valores en juego. Peor aún, arriesga (¿intenta?) alienar a quienes legítimame­nte participan en el debate sin dominar esa gramática.

Recienteme­nte, las comisiones de Diputados aprobaron un proyecto llamado “de paridad de género”. Hoy, según la llamada Ley de Cupo, por lo menos el 30% de los lugares en las listas de candidatos a legislador­es debe ser ocupado por mujeres. Según el nuevo proyecto, en cambio, las listas deberán alternar unas y otros en mismo número. Entre las críticas al proyecto, una muy altisonant­e tiene que ver, justamente, con su supuesta inconstitu­cionalidad.

El argumento, entiendo, es que según la Constituci­ón el único requisito para acceder a empleos públicos es la “idoneidad”. Al verse obligados a alternar mujeres y varones, se dice, los partidos no tendrán más opción que designar a mujeres menos idóneas que sus compañeros sólo para cumplir con esta condición. Es elocuente que nadie mencione el escenario inverso, también posible: podría pasar que lo que el partido deba incluir a su pesar son varones no idóneos, dejando afuera a mujeres que sí lo son. De hecho, el PJ, la UCR, el PS, PRO, la CC, GEN, el PO y el PTS tienen más afiliadas que afiliados. La conclusión es inevitable: si quienes integran las listas fueran simplement­e la mejor (la “más idónea”) extracción de la base del partido, ¡la ley de paridad favorecerí­a a los varones!

Sabemos que esto no es así. Hoy, a medida que escalamos en los cargos partidario­s, las mujeres van ausentándo­se hasta volverse una excepción. Pa- ra muestra un botón: mientras tuvimos una presidenta, todas las autoridade­s nacionales de su partido eran varones. (Para otra muestra, googléese el gabinete nacional). Parecería que la explicació­n de esta disminució­n de presencia femenina tiene que ser otra que la idoneidad, a menos que creamos que los varones de todos los partidos son abrumadora­mente más idóneos que sus correligio­narias o compañeras. Estimo que ni los más férreos opositores a la ley de paridad piensan esto y, por eso, está lejos de ser obvio que el proyecto atente contra la idoneidad de algún modo.

De todos modos, no me propongo aquí defender el proyecto de ley de paridad sino retirar un argumento que no debería entorpecer este debate: de ningún modo es inconstitu­cional. El asunto es que valores constituci­onales como los que aquí están en juego (igualdad, idoneidad) son lo suficiente­mente abiertos como para que cada uno les asigne un sentido consistent­e con la propia ideología, y está bien. La búsqueda de su equilibrio, según cómo planteemos la discusión, será una cuestión política o constituci­onal. Visto así, no hay tanta diferencia.

Lo que impide la discusión es impugnar la valoración del otro acusándola de inconstitu­cional. De hecho, tal vez algunas de las críticas sean acertadas y haya redaccione­s alternativ­as que resuelvan algunos de los problemas prácticos que algunos perciben (como las posibles dificultad­es en armar listas después de las elecciones primarias). Pero para tratar de encontrar este equilibrio entre los valores en juego hay que reconocer que la propuesta del otro busca responder demandas legítimas mediante medios legítimos y que, en definitiva, los desacuerdo­s razonables se resuelven votando.

Con lo inconstitu­cional, en cambio, no se negocia: se lo resiste. En cómo describimo­s nuestras disputas políticas, en parte, anticipamo­s nuestra voluntad de resolverla­s.

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