La primera muerte de Hugh Hefner
docena de conejitas y si algún editor de cualquier país quería llevar una chica de tapa suya, también podía… Todos queríamos “conocer” a las conejitas de Hefner en vivo y en directo, claro, pero para ser honesto casi todos teníamos más interés en conocer al “in- creíble Hugh” que a ellas; en fin, soñábamos con robarle algún secreto de su envidiable suceso. Mejor que una conejita, era aprovechar al fabricante de conejitas…
En mi período de publisher de la edición argentina, la reunión fue en el glorioso hotel Camino Real de Puerto Vallarta, en México, allí donde Richard Burton y Elizabeth Taylor compraron una casa en los 60 para vivir su tórrido amor. Haresh se había transformado rápidamente en mi amigo porque en su segundo viaje a Buenos Aires, tras mi primer encuentro con su equipo en Chicago, por simple acaso –ella estaba en la redacción– le presenté a la chica de tapa de ese mes, muy famosa por entonces en la Argentina, a quien en privado llamábamos “Argentina 57”, por su generosa delantera (¿recuerdan a Corbatta, Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz?). Y tuvieron empatía… Así nos hablábamos cada dos semanas y él me anticipaba quiénes irían, algunos detalles del evento, incluso me confesó con antelación que ésa sería la última vez que Hugh Hefner en persona participaría del encuentro; ya estaba cansado y pasándole el bastón a su hija Christie Hefner. Pocos viajes por trabajo despertaron tanta expectativa en mi vida.
Como era de esperar, llegamos primero los editores de todo el mapa y, un día más tarde, la comitiva americana. Pero “el primer adelantado” siempre era Haresh. Todo tenía que salir bien gracias a él. Recuerdo que cuando lo encontré en el cóctel del atardecer en la Bahía de las Banderas, me dice con cara de quien sólo tiene malas noticias para dar: “Las conejitas no vienen”. Concuerdo con que no era lo aguardado, pero él no sospechaba que su segunda novedad sería la ulcerante: “Hugh no está bien y tampoco participará, sólo vendrá su hija Christie, y ella canceló a las conejitas”. ¡Vaya desilusión! Sabía –así sucedió– que nunca más tendría chances de conocerlo, primero porque no me imaginaba el resto de mi vida en Playboy y segundo porque si él ya había anunciado que ésa sería su última participación, no había motivos para crear expectativas para la próxima cita.
En un viaje posterior, Haresh, que nunca llegó a confesarme el secreto de su rápida escalada dentro de la organización y el motivo de su estrecho vínculo con Hefner, quien en menos de lo que canta un gallo lo sacó de las plantas de impresión para hacerlo pasear por el mundo, corrigiendo editores que se apartaban del White Book (el Libro Blanco que explicaba cómo se hacía la revista sin dañar su identidad) y conociendo conejitas de diversas etnias, intentó consolarme. Me dijo: “Hugh es maravilloso, pero no es lo que su marketing vende, por eso es maravilloso, porque es exactamente lo contrario…”. En ese momento, para mí, murió Hugh Hefner. Tanta sinceridad mató el mito. Parece que este jueves, 25 años después, volvió a morir. “Cosas de Hugh”, diría Haresh Shah, un hindú que tuvo suertes que yo no tuve.
En el White Book, Hefner explicaba cómo se hacía Playboy sin dañar su identidad