Un cine con fascinantes cuernos de plástico
Título original: Mother! Dirección y guión: Darren Aronofsky Intérpretes: Jennifer Lawrence, Javier Bardem, Ed Harris y Michelle Pfeiffer. Origen: Estados Unidos (2017) Duración: 121’
Por expreso pedido (sea en gacetillas de prensa o entrevistas al mismo Darren Aronofsky) se busca que no se hable de ¡Madre! Es decir, que no se spoilee, que no se sepa cómo una historia que comienza góticamente asfixiante, usando la belleza aquí de porcelana de Jennifer Lawrence y los cortes mediterráneos de rostro de Javier Bardem como vehículos y rehenes, deviene una entropía de ideas, un afiebrado gran guiñol menos f iloso ( y más g racioso, si uno tiene el estómago) de lo que pretende ser. Esa oración no busca hacerle cosquillas a las ambiciones de Darren Aronofsky, o explicar una película que decide encastrarse sobre sí misma antes que seguir el camino del terror de entrecasa que usa de alfombra roja para sus espectadores. Sí busca, para ser sinceros, demostrar que los choques de Aronofsky contra su propia semántica y contra su sentido de grandeza libre (nadie filma una película como ¡Madre!) pueden ser tan saludables como tóxicos, lujuriosos de cine como infantiles en su contenido.
Es que Aronofsky es su propio Caín y Abel: es dos cines al mismo tiempo. Uno meticuloso, que filma casi todo con luz natural, que sabe sacar de sus habitan- tes aquello que necesita de ellos (Lawrence estoica, angelical, iluminada en cada gesto) y que sabe respirar terror de entrecasa de los 70 para exhalar algo (no más complejo, perdón, Darren) más desbocado, más absolutamente entregado a su propio sentido de la grandeza. Y ahí, precisamente, es donde aparece su otro cine, donde métodos y calidad se pegotean con absurdo (intencional y del otro) y brotan los anticuerpos del cine. En ¡Madre! los mensajes contra la religión, o sobre ella, sobre la creación (la de Dios y la del artista) y la violencia se chocan como Minions, aunque creados por un Bosco ultramoderno, ultrachillón y ultrarrealista en su violencia y su barroco diseño. Es un cine que se inmola, y que a veces pide que lo miren y lo aplaudan por hacerlo. Ahí está su propio demonio: quiere ser diabólicamente inteligente y termina siendo un cine con fascinantes cuernos de plástico.