Perfil (Sabado)

La lacra de las capitales

- DANIEL LINK

Es el último sábado de un verano particular­mente dichoso. El año empezó con algunos tropiezos, pero todos ellos quedaron opacados por un estío de gloria. Es verdad que el campo sufrió la seca, y con él nuestras economías cotidianas, pero somos, en el fondo, animales de sangre cálida que disfrutan del sol y de la vida reposada.

Es hora de cerrar la casa de campo y volver a la ciudad, con las primeras lluvias, las gatas, la melancolía urbana y las mil obligacion­es.

En Buenos Aires ya todo bulle, el calendario de marchas y protestas está a pleno, pero será difícil alcanzar las altas cotas establecid­as por las mujeres a comienzos de marzo. Tengo reuniones para planificar el próximo bienio laboral (¡oh sí!, todo es tan lento).

Salgo de una reunión cargado de pa- peles justo cuando la primera lluvia del otoño amaina. Espero un taxi en la esquina de Córdoba y Florida en hora casi pico. Finalmente, aparece uno vacío. Cuando intento subir (con mis cajas y mis presentaci­ones), el taxista me ladra “A dónde vas”. Cuando le digo mi dirección me contesta: “Para ese lado no voy”. Alcanzo a decirle: “Entonces no trabajes” y, frenado por el tráfico, me contesta (con ese tonito propio del narcisismo plebeyo de los subalterno­s que significa “te estoy cagando”): “Yo hago lo que yo quiero, no lo que querés vos”. Nos enredamos en una discusión imposible (¡pero qué más da!): “Eso no es trabajar. Y, además, vos estás brindando un servicio público”.

Pienso de nuevo: qué lacra son los taxistas porteños. Por Dios, que autoricen Uber. Estamos hartos de soportar los caprichos psicóticos de personas que salen a la calle para ofender y humillar a la especie humana. Dos días antes, otro taxista se había “olvidado” de encender el reloj. Con cada movimiento del dólar, parece, la memoria falla.

Camino cuatro cuadras cargado de papeles y una caja que (luego lo sabré) parece contener una pizza y no es así: son pruebas de imprenta para corregir.

Finalmente consigo un automóvil de alquiler (que no es un Uber clandestin­o, sino un taxi desvencija­do, manejado por un señor en cuyas facultades mentales ya no habría que confiar). “No vas para Puerto Madero, ¿no? Para allá no voy”.

No, por fortuna. Y además le digo: ya sé que los taxistas van a donde ellos quieren y no a donde necesita ir el pasajero. El señor me deja en una esquina que no era la que yo le había indicado. Qué lacra y qué tristeza: se acabó el verano.

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