Perfil (Sabado)

HISTORIAS MINIMAS

UN NIÑO QUE JUEGA A LA PELOTA EN UN CLUB Y UN PREPARADOR FISICO QUE CUIDA A LOS NIÑOS CON LA MISMA DEVOCION QUE PONE EN LA ATENCION DE SU MADRE ENFERMA. EN ESE UNIVERSO, SELVA ALMADA CONSTRUYE UNA HISTORIA SENSIBLE Y CONMOVEDOR­A.

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La herida era un lamparón rosa y nácar en la rodilla. Emilio le pasó un algodón con agua oxigenada y las burbujitas cubrieron la superficie. Con un movimiento suave estiró la pierna de Manu y acercó su boca y sopló. Estaba tan cerca que sintió el olor dulzón de la carne abierta. Sin apartarse ni dejar de soplar, levantó los ojos hacia el niño y dijo: —¿Duele? Manu negó con la cabeza. El cabello transpirad­o, un poco largo, se le pegaba a la cara en la zona de las patillas y el cuello. Los ojos le brillaban porque un poco seguro le dolía. Si ahora aquí estuviera su mamá, no se comería los mocos, como dicen entre ellos, como dice el entrenador, ese imbécil. —Ya casi estamos. Puso la pierna del chico sobre su muslo mientras revolvía en el botiquín, apoyado sobre el banco de madera, y sacaba gasa y cinta adhesiva y Merthiolat­e.

Manu seguía sus movimiento­s. Cuando tapó bien la herida, le dio una palmadita en el tobillo.

—Listo, campeón. Ahora quedate acá. Por hoy se terminó el entrenamie­nto.

Con exagerada lentitud el chico apoyó la pierna otra vez en el suelo y giró un poco el cuerpo para seguir a sus compañeros, que corrían adentro del campo.

Emilio volvió a guardar todo en el botiquín y lo cerró y también ubicó el cuerpo en el banco como para seguir lo que pasaba atrás del tejido. Los chicos con remeras verdes y blancas, a rayas verticales, los botines, las medias hasta las rodillas. Como empezaba a oscurecer, los reflectore­s que rodeaban la cancha se encendiero­n automática­mente. De reojo lo miró a Manu, que movía el torso y apretaba los puños. Se le notaba la ansiedad por haber quedado afuera de la práctica. Estiró una mano y apretó suavemente el pequeño hombro huesudo. El chico lo miró y le sonrió. Le faltaba un diente. Ahora hundía las manos en el agua turbia de jabón y sacaba la esponja y la pasaba por la espalda de su madre. La piel tan finita que siempre tenía miedo de rasgarla como se rompen las sábanas viejas, gastadas, al mínimo roce. El verano pasado, sobre el final de esa misma espalda, también habían aparecido dos lamparones rosa. Escaras. La herida de Manu en unos días estaría forrada de piel nueva que enseguida tomaría el mismo color del resto del cuerpo azotado por las horas de juego al sol. En cambio, las heridas de su madre habían llevado semanas enteras hasta cerrarse, sobrecitos enteros de azúcar que él vertía a diario sobre los huecos en la carne, ella boca abajo sobre la cama, dócil como una muñeca.

Hoy estaba callada, la mirada perdida en los azulejos de la pared. Los huesos de las rodillas, puntudos, asomaban sobre el nivel de agua tibia. Ella estaba encorvada, rodeándose las piernas con los brazos, cubriéndos­e los pechos. Como no hablaba, no sabía quién era hoy él en el universo de su madre. Por supuesto, no era Emilio, el hijo cincuentón y soltero que velaba por ella. Si es que hoy ella tenía hijo, su hijo no tendría más edad que Manu.

Puso una de las manos a modo de visera sobre la frente arrugada, justo debajo del nacimiento de los cabellos, también adelgazado­s por los años. Y con la otra mano apretó la esponja llena de agua, empapando la cabeza. Cuando todo el cabello estuvo húmedo, echó un poquito de champú y masajeó suavemente. Era tan pequeño el cráneo. Repitió la operación de la mano en la frente y la esponja estrujada hasta que quitó toda la espuma. Agarró una toalla y le pasó la punta por la cara para que ni un resto de jabón llegara a los ojos, fijos en los cuadradito­s turquesa, en las junturas grises.

Arrodillad­o en el piso, junto a la bañera, miró a su alrededor. Las agarradera­s de caño blanco, atornillad­as en las paredes, por todas partes: junto al lavatorio, junto al inodoro, en el cuadro de la ducha y al costado de la bañera. Las había instalado él solo. Siempre se había dado maña con esas cosas. Miró hacia arriba. El techo estaba descascara­do y negro de hongos. Tendría que rasquetear, enyesar y volver a pintar, pero ahora que estaban en época del campeonato interregio­nal no tenía tiempo para nada. Si no estaba en el club, estaba atendiendo a su madre. Las horas que estaba en casa, se ocupaba él. El resto del tiempo tenía a dos señoras que se iban turnando. Ni siquiera cuando la acostó, luego de secarla, peinarla y ponerle el camisón, abrió la boca. Ni le respondió cuando le dio un beso en la frente, olía a rosas, y le dijo hasta mañana. Se quedó de costado con los ojos abiertos, ahora clavados en el empapelado del dormitorio. Había días en que estaba como suspendida. Lo angustiaba cuando ella se ponía así, era como estar manipuland­o un envase vacío.

Se sentó un rato en el patio. Hacía tanto calor. Prendió un cigarrillo y fumó a oscuras. Mejor no encender las luces o se llenaría todo de bichos.

En un parate del entrenamie­nto, mientras les llevaba agua a los chicos, lo había visto a Maidana, el entrenador, llegar al trotecito al banco donde Manu seguía sentado. hablado fuerte para que todos

—A ver, mantequita… pero s da. Vamos, vamos adentro de mariconada­s no se gana el ínt

A través de la malla de alam agarraba de un brazo y lo saca acercó rápido. —Dejalo, Maidana, se abrió Maidana lo miró acomodánd bajo de la pretina del short y sin se metió una mano bien adentr huevos.

—Qué sabrás vos, aguatero maricas, tenemos que ganar e

Siempre que quería ningu aguatero. Aunque él era el pr del club.

Entró a la cocina y se sirvió u con soda. Recién eran las diez teléfono, adosado a la pared. L do fijo un rato hasta que se de número de la casa de Manu.

Esperaba que atendiera él, p oyó la voz de la madre, Diana simpática. Estaba recién sepa de operaria en la planta proce Ella tardó unos segundos en —Emilio, claro, sí, cómo le v Le preguntó por Manu y ella ba en la calle con unos vecinos —¿Cómo sigue de la rodilla? Ella se quedó callada, otra ubicarse en la conversaci­ón.

—Hoy se lastimó en la práct venda.

—Ah, ni idea. Llegué hace u ventada. Pero no se haga dram golpean todo el tiempo.

Se sintió un poco ridículo y pavadas más y cortó. Al día sig la práctica, le cambió el parch ta. La herida iba sanando bien era más que un rasguño. Volv agua oxigenada y Merthiolat­e. manchó la piel del chico. Luego con una venda elástica, para q del lugar con el ejercicio.

Manu le dijo que no le dolía n jugado como siempre. La ven sucia de tierra.

—Anoche llamé a tu casa, bien. ¿Te dijo tu mamá?

Manu se encogió de hombro bios hacia abajo. Una arruguita a la mitad. No, no le había dich

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