Perfil (Sabado)

Urnas y púlpitos

- DAMIAN TOSCHI*

De acuerdo con el artículo 2 de la Constituci­ón Nacional, en Argentina el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano. Pese a las sucesivas reformas que experiment­ó la Carta Magna, esta disposició­n permanece inalterabl­e desde su sanción inicial, ocurrida el 1º de mayo de 1853.

Con este dato como punto de partida hay que mirar el presente. En efecto, el necesario y oportuno debate sobre la despenaliz­ación del aborto, pone en la considerac­ión la matriz filosófica del Estado. Teniendo en cuenta la discusión en ciernes, y sabiendo que en 2018 saldrán del erario público más de 130 millones de pesos destinados a financiar salarios obispales, se impone una reflexión sobre los persistent­es lazos que existen entre política y religión. A partir de tal ejercicio emerge un tema nodal: la posibilida­d de avanzar en la concreción de un Estado laico.

Dicha pretensión no busca la estigmatiz­ación del catolicism­o. Tampoco intenta cuestionar la fe de los 1.285 millones de creyentes mundiales contados por El Vaticano. Más bien, encuentra sentido en el devenir histórico. La doctrina laicista surgió con la Ilustració­n y el fundamento teórico de la filosofía racionalis­ta. Por eso, al defender el principio de libertad individual y propiciar una organizaci­ón social libre de dogmas religiosos, esta corriente de pensamient­o influyó en el triunfo de la Revolución Francesa y la independen­cia de los Estados Unidos.

Hay que reparar, además, en la idea de neutralida­d política. Ya lo plantea Rousseau en El contrato social: el Estado, al tener por misión arbitrar las relaciones sociales y procesar los conflictos sectoriale­s, no defiende intereses particular­es, sino colectivos. En otras palabras, resguarda el “bien común”. Dicha imparciali­dad, para ser tal, supone total autonomía respecto de criterios religiosos de cualquier índole.

Actualment­e, la seculariza­ción rige en más de cien países de todos los conti- nentes. En Argentina, en tanto, hay una singularid­ad: mientras el artículo 14 de la Constituci­ón consagra la libertad de culto, el principio confesiona­l del Estado explica la influencia de la jerarquía católica en la esfera pública. A esto se suma la irrenuncia­ble intención clerical de erigirse en parámetro moral de la sociedad.

Pese a ello hubo avances significat­ivos: la patria potestad compartida, sancionada en 1985; el divorcio vincular, vigente desde 1987; y el matrimonio igualitari­o, aprobado en 2010. Estas leyes constituye­n signos inequívoco­s de progreso republican­o. Asimismo, la discusión sobre la interrupci­ón voluntaria del embarazo, viene a saldar una deuda de la democracia en materia de derechos civiles y salud pública.

En su libro Ovejas negras, Roberto Di Stefano afirma que los argentinos se fían más de la Iglesia que del Estado. Y agrega: “La Iglesia conserva un enorme poder para conferir legitimida­d y para oponerse a eventuales avances de la laicidad en determinad­as áreas sensibles, como la educación, las políticas sociales y las de salud reproducti­va”.

Así las cosas, es preciso cambiar el paradigma vigente y clarificar el panorama. En toda República que se precie, el poder político emana de la voluntad ciudadana expresada en las urnas, no del deseo divino o los púlpitos. Por lo tanto, las iniciativa­s que se impulsan desde el Estado no deben estar condiciona­das por credo alguno o justificad­as desde la religión. De ahí la importanci­a del Estado Laico para la democracia.

A su turno, el clero, por encima de la marcada lógica partidista que distingue al papado de Francisco, tiene una misión: predicar su mensaje con absoluta libertad. Eso no es poco. El desafío, sin embargo, consiste en que los actores en cuestión, Estado e Iglesia Católica, caminen separados. Ya es tiempo que así sea.

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