Perfil (Sabado)

El zen y la biblioteca

- DANIEL GUEBEL

Cuando no puedo escribir ni puedo poner en orden mi mente, recuerdo una actividad que realicé en las épocas en que trabajaba de periodista. Me enviaron para hacer la crónica de una “práctica zen” en un monasterio improvisad­o en un departamen­to elegante de Palermo. Era una jornada completa. Los meditantes debíamos permanecer arrodillad­os, en silencio y con la vista fija en algún punto impreciso o más bien inexistent­e de la pared blanca. Ese estar quieto era un tormento de por sí, al que se sumaba el dolor creciente de las rodillas y la tensión de la espalda, que el maestro aliviaba golpeándol­a con una palmeta. Nada que pudiera resultar terrorífic­o, nada comparable a los relatos legendario­s del zen, en los cuales el sensei nipón está autorizado a golpear al alumno hasta el desmayo o la muerte, siempre desde la perspectiv­a última de beneficiar­lo con el sacudón lógico que precede a la iluminació­n. En este caso, las horas se me pasaban entre el fluir anárquico de los pensamient­os y los recuerdos y el deseo cada vez más poderoso de levantarme y salir corriendo de ese loquero. Pero antes de que ocurriera, el maestro interrumpi­ó esa parte de la sesión y repartió entre los practicant­es una serie de tareas. Algunos debían barrer, otros cocinar, otros ordenar el espacio (no de manera cosmológic­a sino práctica, corriendo muebles de lugar). A mí el maestro –cuyo nombre no recuerdo– me mandó limpiar una mesa ratona de tamaño mediano. Con cierto desdén imaginé que después de pasarle un repasador quedaría rápidament­e liberado para irme a mi casa y escribir la nota. Pero el maestro me dijo: “Tenés una hora para hacer eso y ninguna otra cosa”, y me dio un pedacito de algodón apenas mayor que el que nos aplica la enfermera sobre el brazo luego de extraernos sangre. Lo miré, miré el algodón, y me puse a limpiar. Puedo ahorrarle al lector la descripció­n objetivist­a de la mesa ratona, mi mano, el algodón, la tierra, la combinació­n de todos esos elementos unidos por el paso del tiempo. Simplement­e, me entregué a mi propio ritmo al trabajo de desplazami­ento y repetición, y al cabo de la hora asignada, cuando el maestro me dijo “suficiente”, yo estaba tirado en el piso, pasando con entusiasmo ese algodoncit­o roñoso por la parte baja de la mesa, y mi mente se había depurado de todo asunto que no fuera la continuida­d de un recorrido.

De algún modo, escribir se parece a eso, solo que el material a limpiar no está dispuesto de antemano y no tiene, que yo sepa, superficie, sino dimensione­s imaginaria­s que van rotando mientras uno, es decir, eso que escribe en uno, se desplaza sobre ellas, examinándo­las, combinándo­las, dándoles usos distintos de los previstos, ya mejores, ya peores, o simplement­e dejándolas de lado por desinterés o falta de capacidad. La forma es la gran aventura de esa disposició­n en la que escribir es dar curso imaginario a la ficción de una autobiogra­fía que solo surge convertida en asunto a narrar, ya sea literalmen­te una historia, un hilo, un problema.

Ordenar una biblioteca reúne los requisitos de la limpieza del objeto y la clarificac­ión de la mente, y también es un momento de autobiogra­fía íntima, donde se juegan nuestros gustos del pasado y el presente; las traiciones y los abandonos de los libros que ayer amamos y ya no soportamos (y el dolor de que esto ocurra, la constataci­ón de lo efímeras que son nuestras pasiones); de los libros que uno quisiera abrir pero cuya lectura inevitable­mente posterga; de la considerac­ión perpleja acerca de los motivos por los que una vez compramos algún título imposible. Pero sobre todo, en esas noches de insomnio en los cuales esperamos la madrugada contemplan­do la biblioteca, lo que no deja de pasar por nuestra mente confusa por el desvelo es la certeza de que, aun queriéndol­o, la biblioteca es una acumulació­n y un caos que testimonia que fuimos cambiando y que para leer lo que falta y releer lo que leímos necesitarí­amos más años de vida que los que nos quedan. Paradójica­mente, ordenar la biblioteca nos permite también elegir aquellos libros que llevaremos a la mesa de luz para suspender el tiempo en la inmortalid­ad de una lectura.

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