BAJO UN CIELO INTENSO
De la mañana a la noche, los ríos Chao Phraya y Mae Klong K son recorridos por micros acuáticos, botes privados, pr yates para cenar y canoas de cola larga. Llevan a las atracciones más conocidas, el puente sobre el río Kwai y los bosques de luciérnagas.
El viaje en bote por el río Mae Klong, en Tailandia central, se anunció como un crucero de luciérnagas. Estábamos en una embarcación estrecha de madera en Samut Songkhram, una pequeña provincia, una hora al suroeste de Bangkok, con una decena de turistas, acomodados en bancas de madera. Las únicas luces provenían de los hoteles con balcones y las pagodas elevadas en la costa. Después, mientras pasábamos por un recodo y el capitán apagaba el motor, flotamos hacia un paraje centelleante de árboles, cuyas ramas endebles se fusionaban con luces blancas. No había luciérnagas en el aire, sino que reposaban en las ramas con su brillo al unísono. Durante los siguientes 20 minutos, el barquero nos llevó de una orilla a otra, pasando por espectáculos silenciosos de luz, bajo estrellas tan luminosas que era difícil distinguir su brillo de la luminiscencia de los insectos. Tailandia puede ser famosa por sus islas tropicales y sus mares color verde agua, pero también hay ríos y canales en el centro del país que ofrecen aventuras extraordinarias. Varios ríos principales, como el Chao Phraya y el Mae Klong, desembocan al sur en el golfo de Tailandia, con decenas de afluentes y canales conectados a lo largo del camino. La mayoría de las opciones para recorrerlos son viajes de una hora o medio día, así que conviene armar el propio recorrido. Bangkok impresiona como una metrópolis vasta y bien organizada, con una vibra budista reconfortante. Serpenteando a través de esta tierra de templos ornamentados con Budas dorados, rascacielos, mercados callejeros, plazas comerciales y viviendas enmohecidas, está una de las vías navegables más importantes de Tailandia. El río Chao Phraya y sus afluentes impulsaron la evolución de Bangkok desde un pequeño asentamiento, en el siglo XV, hasta la capital del país en 1782, y uno de
los centros económicos dominantes del sureste de Asia, hoy. Las barcazas de triple cubierta, dirigidas por remolcadores sobrecargados, llevan de todo, desde maíz para el cereal del desayuno hasta cemento para la construcción. Son una presencia constante. Sin embargo, con el aumento continuo del turismo internacional en Tailandia –60 por ciento en los últimos seis años hasta alcanzar la cifra de 35,4 millones de visitantes en 2017, más de un cuarto de ellos provenientes de China–, las embarcaciones para turistas superan en número a las demás. Desde la mañana hasta la noche hay transbordadores con proas que asemejan el pico de un pato, autobuses acuáticos, botes privados y yy yates para cenar surcando su el amplio río marrón. m Abriéndose camino ca entre todas las demás, de están las más distintivas di de Tailandia: las la canoas de cola larga, la impulsadas por motores m diésel para camión. ca Pandan Tour ofrece cruceros de canal de todo un día o de tres horas en Thonburi, al oeste del río. Los botes atracan en los templos más famosos, como Wat Pho, adonde se ingresa descalzo a un enorme pabellón con un Buda recostado de 46 metros y un flujo constante de visitantes. En el pasaje a lo largo de la parte trasera de la figura dorada, los tailandeses echaban monedas brillantes en una fila de tazones metálicos, creando una llovizna musical. Muchos de los canales, o khlongs “se hicieron desde el antiguo Imperio Khmer, y nosotros simplemente los retomamos y construimos nuestro sistema, convirtiéndolos en la superautopista del país”, dice Tom Praisan, a cargo del crucero. “Construimos nuestras casas sobre zancos para protegernos de las inundaciones. Pescamos en el agua. Utilizamos el agua para sembrar arroz. Ese es nuestro estilo de vida, estar cerca del agua”, comenta. En el tranquilo y estrecho Khlong Dan, la orilla estaba llena de árboles de plátano, mango y cocoteros altísimos. Nos detuvimos en Wat Pak Nam, donde las monjas budistas cantaban en un pasillo, y nos sorprendimos con una pagoda de cristal verde de varios pisos de altura. En el muelle, un hombre y un niño arrojaban maíz inflado de colores a un cardumen de bagres. “En el budismo es tabú asesinar, así que los peces están seguros
en los templos”, dijo Praisan. En una de nuestras noches en Bangkok, nos subimos a un autobús acuático en el río por 20 bahts (cerca de 60 centavos de dólar) por pasajero para ver adónde nos llevaba. Los hoteles, iluminados con reflectores y con bares en las azoteas y el Gran Palacio, cedieron paso a la oscuridad en las orillas conforme nos dirigíamos al norte. No nos dimos cuenta de que era el último viaje del día. El malecón en el que quedamos varados tenía puestos ambulantes donde se asaban calamares y se vendían rebanadas de cerdo con arroz. Al final, se encontraba un edificio parecido a un granero. Adentro, los lugareños estaban jugando billar en una mesa enorme mientras bebían whisky (perdí varias apuestas de 20 bahts jugando con ellos antes de pedir un Uber para que nos llevara de regreso en un recorrido que duró media hora). Otra noche, en vez de elegir entre los cruceros con cena y baile, tomamos la embarcación arrocera restaurada de Manohra Cruises, con meseros que sirven tres tiempos a dos decenas de comensales que comen bajo la luz de las velas. La comida –sobre todo la sopa tom yum con camarón y el arroz pegajoso con mango– no nos decepcionó. Hay varios mercados flotantes populares que pueden recorrerse en un trayecto en auto de dos horas del norte al sur de Bangkok. Hace décadas, eran supermercados para los lugareños. Ahora son carnavales para turistas, con un espectáculo en el agua de cientos de vendedores apostados en los muelles y las calles vecinas. Nos quedamos 1,6 kilómetros cuesta arriba en un hostal de siete habitaciones escondido entre los árboles a lo largo de una orilla lodosa. Simon Sriganta, un emprendedor de 28 años, construyó el River Jam, con un
comedor al aire libre equipado con mesas para máquinas de coser Singer. Eligió un lugar aislado en el ancho Mae Klong. Nos permitió alquilar su auto un día para hacer un trayecto de dos horas hacia el noroeste, a una sección del Mae Klong llamada río Kwai. Casi 7 mil prisioneros de guerra aliados murieron durante la construcción del ferrocarril de Tailandia a Birmania en la Segunda Guerra Mundial, y están sepultados frente al Museo del Ferrocarril de la Muerte. En un video del museo con entrevistas a veteranos ingleses que sobrevivieron a las enfermedades tropicales, las escasas raciones y la brutalidad de los captores japoneses, se oye la melodía Coronel Bogey March, de la película de 1957 Puente sobre
el río Kwai. Caminando por el puente de acero, con las colinas llenas de bosques, imaginé a los prisioneros que se encontraban en esa estructura mientras los bombarderos aliados atacaban el lugar en 1945, tiñendo el agua de sangre. El puente se reconstruyó después de la guerra y ahora, desde los restaurantes en los muelles flotantes, se ve pasar un tren regional impulsado por un motor Isuzu, la marca japonesa. Otro tren que vale la pena ver está en Samut Songkhram, en el Mercado Ferrocarrilero Maeklong. Los turistas se amontonan en una vía férrea que tiene un depósito de trenes a un lado del camino y un mercado del otro lado, a lo largo de 91 metros, casi sobre las vías. Los visitantes y vendedores se apiñan alrededor de mesas llenas de tinas de pescados, trozos de cerdo crudo y canastas de especias. Cada dos horas, las carpas retroceden, las mesas de metal se pliegan y una locomotora gigante pasa por el medio, partiendo el zoco como Moisés el mar Rojo. Los vagones pasaron a centímetros de los cuerpos, que están pegados a los puestos. Después, todo vuelve a su lugar como si nada hubiera pasado y las multitudes cubren nuevamente las vías. No hay mejor manera de terminar el viaje que de regreso en el agua, en el que podría ser el único bote en Amphawa que ofrece un masaje tailandés de pies. En el bote de Hatthatara, las masajistas tailandesas, equipadas con botellas de aceite de coco y años de experiencia, amasaron, presionaron, palmearon y envolvieron nuestros pies y pantorrillas. Después de eso, uno se siente mejor que nunca caminando entre la muchedumbre.