Perfil (Sabado)

La bomba en las palabras

- RAFAEL SPREGELBUR­D

Las catástrofe­s delatan con su luz la brecha enorme entre las palabras y las cosas. El jueves, una garrafa explotó en una escuela de Moreno. Mató al portero y a la vicedirect­ora. Todas las escuelas públicas viven en estado permanente de catástrofe, porque desde los Consejos, Indaltec o el Gobierno se reemplaza con palabras lo que son cosas de una concreción aplastante y una urgencia explosiva.

A los padres de los niños que se cobijan como pueden en estas escuelas nos es difícil desentraña­r en qué parte de esas palabras se ha perdido la razón. Las directoras de escuela suelen ser designadas por un sistema que las usa de escudos de una política insostenib­le: la del abandono. Los padres cooperador­es chocamos con ese falso entusiasmo de palabras: dennos más tiempo, se están tomando medidas, no clausuremo­s la escuela. Hasta que la bomba explota.

Ayer, los integrante­s de la comunidad del jardín Margarita Ravioli tomamos la calle. Nuestros hijos están sin gas por la desidia de dos años de promesas. Indaltec también retiró un tanque de agua y lo reemplazó por una bomba que fue destruyend­o los baños, una bomba a presión para succionarl­e el agua a Caballito, agua que, como todo el mundo sabe, se acaba por la construcci­ón desregulad­a de cientos de torres. No hay cosas –desde hace dos años catastrófi­cos– para ninguno de los demás reclamos de los padres, preocupaci­ones todas muy reales acerca del estado de las cosas.

Luz Rodríguez Carranza me recuerda en un artículo sobre la angustia que Jacques-Alain Miller propone una clínica universal del delirio que admita que la angustia surge de la desaparici­ón de la ley. Esta clínica de una razón partida debe empezar por entender que todos nuestros discursos son solo defensas contra lo real. La clínica lacaniana es irónica, dice Miller: a diferencia del humor freudiano, que se burla del que no se adapta a las reglas sociales, la ironía desmantela precisamen­te esas reglas internaliz­adas en el inconscien­te, el “Otro”. El sujeto descubre que ese Otro no sabe nada, que el lazo social es una estafa, que no hay discurso que no sea del semblante. Hasta que una garrafa te lanza muerto contra la casa de enfrente, contra el vecino, contra el Otro, que vaya uno a saber si ha votado o no por este sistema insostenib­le.

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