Perfil (Sabado)

De las coimas en el Senado a hoy: un sistema que brinda impunidad

Esta semana, hubo múltiples detencione­s, tras el comienzo de lo que podría transforma­rse en un Lava Jato argentino. El autor, que participó del caso Pontaquart­o, explica cómo el poder económico y político incide sobre el judicial.

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Los “cuadernos de la corrupción”, como los llama todo el mundo, disparan muchas pregunta s. Una de ellas invita a pensar si nos enfrentamo­s al Lava Jato argentino. Nadie sabe bien qué significa eso concretame­nte. Pero todas las definicion­es que circulan tienen dos palabras: corrupción e impunidad. Esto es, la necesidad de desterrar el robo de dinero público. Por eso, cuando alguien lanza la hipótesis del Lava Jato, está deseando o especuland­o con que la investigac­ión derivada de los “cuadernos” termine por descubrir una matriz de corrupción e identifica­ndo y sancionand­o a los responsabl­es que, después de todo, no es un capricho sino lo que dice nuestra Constituci­ón.

¿Es posible ello? No lo sabe nadie; sobre todo, porque nuestra democracia tuvo muchas oportunida­des de iniciar un proceso de saneamient­o de la vida pública y hasta ahora nunca terminó bien. Nuestra democracia convive envuelta en corrupción y los argentinos tenemos más veces que las de- seables un pie dentro de la ley y uno afuera. Por eso, siempre esas chances tuvieron dos momentos. Una explosión inicial y luego un paulatino pero persistent­e proceso de disolución que terminó en el olvido.

Sobornos. En efecto, no hace tanto tiempo en términos históricos nos enfrentamo­s a los “sobornos del Senado”. Renunció el vicepresid­ente de la nación, Carlos Alvarez, las autoridade­s del Congreso, muchos senado-

Nuestra democracia convive envuelta en corrupción y los argentinos tenemos, más veces que las deseables, un pie dentro de la ley y el otro afuera

res, se arrepintió Mario Pontaquart­o y confesó su participac­ión en los hechos. Llegó a contar cómo, quién y cuándo pagó. No obstante, los jueces muchos años después no le creyeron y terminó absuelto. El pedía que lo condenaran, pero los jueces no le creyeron. Quienes participam­os de esa investigac­ión pensábamos en una suerte de “manos limpias”, como ocurrió en Italia en los años 90. Pero no pasó nada. También los argentinos, a través del megacanje de Fernando de la Rúa y Domingo Cavallo, que fue el antecedent­e del “que se vayan todos” de diciembre de 2001, tuvimos la oportunida­d de inspeccion­ar judicialme­nte la amplia gama de negocios non sanctos que se tejen en derredor de la deuda externa. Maridajes varios a través de los que se escurría la riqueza colectiva de los ciudadanos. También trabajé en ese caso. Pero tampoco pasó nada. Somos testigos, además, de un ofrecimien­to inédito en estos tiempos. Brasil ofrece a nuestra república toda la informació­n que puede develar la dimensión local del Lava Jato brasileño. Ello supone que podríamos juzgar a los empresario­s y a los políticos que pagaron y recibieron coimas, respectiva­mente, para asignar obras públicas. Lo hacen Perú, Colombia y Panamá. Pero pese a los esfuerzos del Ministerio Público Fiscal, el Estado en su conjunto no toma el toro por las astas para negociar con Brasil el intercambi­o de informació­n. Argentina no decide qué hacer con esa caja de Pandora.

Oclocracia. La pregunta, entonces, no es si “los cuadernos” pueden desatar un Lava Jato,

sino que es diferente: ¿qué hace falta para que en nuestro país se descubra y sancione la corrupción? Porque la Argentina es un país muy singular y con una vida pública muy pobre, que coquetea con una de las formas en que, para Aristótele­s, degeneraba la democracia y que el estagirita llamaba “oclocracia”, cuyos rasgos distintivo­s son la violencia, la ilegalidad y la apropiació­n de una minoría del régimen político. El resultado son los pesares de la mayoría y la prosperida­d de unos pocos. Por ello se impone la pregunta: ¿cómo se hace? No lo sé a ciencia cierta, pero se me ocurren algunas condicione­s necesarias, pero no suficiente­s.

Para empezar, un desafío de esta magnitud no puede quedar en manos solamente de un juez y un fiscal. Reclama el compromiso de todo el sistema judicial y del Estado en su conjunto. Ese compromiso significa que todos los actores: jueces, fiscales, policías, peritos, testigos, empresario­s, medios de comunicaci­ón y funcionari­os en general deben ser leales a la Constituci­ón por encima de cualquier interés particular. Es decir, lealtad solo y solo con la ley. Sin esa condición, que palabras más, palabras menos, se puede resumir en que todos tiren para el mismo lado, es literalmen­te imposible que un proceso que llega hasta los cimientos de nuestra vida pública tenga éxito. Y ello por varias razones. Pero la principal es que, aunque parezca mentira, la asimetría de poder entre la Justicia y los capitales económicos, sociales y simbólicos de los imputados requiere hacer realidad en nuestra dermis la fórmula del preámbulo de la Constituci­ón, que invita a afianzar la justicia. Pero además de ese com-

Un desafío de esta magnitud no puede quedar en manos de un juez y un fiscal. Reclama el compromiso de todos los que participan de la Justicia

promiso, hace falta algo que quizá sea uno de los aspectos más complejos.

Muertes. La sociedad en general no vincula sus problemas con la corrupción. Con las “tragedias de Once y Cromañón” descubrimo­s que la corrupción mata. Pero la corrupción también nos niega hospitales, jubilacion­es y escuelas. Aún no hemos internaliz­ado como sociedad que la calidad de la vida pública depende y mucho en las prestacion­es del Estado. Este hiato genera que la indiferenc­ia social sea uno de los incentivos más importante­s de la corrupción. Por eso, la segunda condición necesaria, que me parece imprescind­ible, tiene que ver con la “apropiació­n social del caso”. Gran parte de esta investigac­ión se juega en la vigilancia y la luz pública social que ilumine el trabajo del sistema judicial. Un sistema judicial que también debe entender eso y debe generar, con sinceridad, mecanismos de apertura que faciliten el trabajo de los ciudadanos. Porque la Justicia está en deuda con la sociedad.

En otras palabras, nuestra historia está plagada de chances que dejamos pasar para combatir de verdad la corrupción estructura­l. Necesariam­ente, ese desafío requiere compromiso estatal y apro- piación social. Y tenemos un ejemplo: el juicio a las juntas militares de los años 80 del siglo pasado tuvo esas dos condicione­s. Ambas generaron un “ecosistema” que dijo “nunca más” al terrorismo de Estado y en ese “nunca más” yacían las condicione­s que hicieron posible el trabajo de la Justicia. Esta es, me parece, la respuesta a la pregunta que circula por todo el espacio público por estas horas. Es un interrogan­te que nos lleva a la pregunta más obvia y más crucial de cualquier sociedad: ¿queremos vivir en una comunidad organizada en base a derechos en la que gobierne la ley o preferimos la oclocracia? Si elegimos la segunda, recomiendo fervientem­ente la lectura del libro

Liquidació­n final, de Petros Márkaris, porque ese texto destila todas las consecuenc­ias de la versión degenerada de la democracia, irónicamen­te en la Grecia de estos tiempos, que fue la cuna de la democracia occidental.

*Fiscal, autor del libro Injusticia, de Editorial Ariel.

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ARREPENTID­O. Los cuadernos de Oscar Centeno abrieron la oportunida­d parenar un conjunto de usos y costumbres basados en la corrupción. El autor compara con el caso de Mario Pontaquart­o y el Lava Jato brasileño, y señala limitacion­es en la Justicia.
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FEDERICO DELGADO*
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FOTOS: NA Y CEDOC PERFIL
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