El pintor francés en su etapa de renacimiento y colonización
Las pinturas de Paul Gauguin en la Polinesia son consideradas lo mejor de su obra. Esas extrañas figuras de las nativas, entre ingenuas y primitivas sorprenden al que las observa. Tal vez del mismo modo que esos personajes cautivaron a Gauguin, un narcisista, rebelde y colonizador empedernido, que convertía prácticamente a los otros en objetos de uso.
El film muestra estos aspectos, aunque los transforma en el deleite y la seducción que en el galo provocaron esos paisajes de extensos follajes y pieles curtidas por la naturaleza, cuyos cuerpos y miradas oscuras y profundas hacían que el creativo Gauguin se sintiera como un dios y despertaran en él sus aspectos más lúdicos haciéndose el payaso.
Esta producción comienza en París en 1891, poco antes de que el pintor dejara atrás, sin importarle demasiado, a su mujer y sus cinco hijos, para partir en busca de un renacimiento para sus telas.
Para Gauguin la pintura, por lo que se muestra en esta producción, era una obsesión que le devoraba la vida. Y ni siquiera cuando la nativa que le fue entregada por sus padres como esposa le dice que tiene hambre, o que necesita un vestido blanco para ir a la iglesia, se conmueve. El preferiría tenerla siempre a sus pies como un objeto desnudo para pintar. Y aunque no lo dice consideraba a esa joven compañera de 17 años –dicen que en verdad tenía 13–, como un fruto exótico. En este aspecto la producción describe las actitudes más mezquinas de ese hombre enfermo del corazón que cree renacer en su contacto con la exuberancia de Oceanía.
De un romanticismo recalcitrante, de esta historia que se detiene en detalles y costumbres de los habitantes de la Polinesia, se destaca el armónico contraste que producen frente a la cámara las interpretaciones de Vincent Cassel ( El odio,
Irreversible) y Tuhei Adams, en el papel de Tehura.