Perfil (Sabado)

El asesinato de Khashoggi

- MARCELO GIOFFRE* *Escritor y periodista.

El 2 de octubre el periodista Jamal Khashoggi entró al Consulado de Arabia Saudí en Estambul para gestionar un certificad­o de su situación matrimonia­l. Lo necesitaba para poder casarse. Sabía que la situación sería engorrosa, a punto tal que la prometida se quedó afuera con la instrucció­n de que, si en una hora no salía, debería llamar inmediatam­ente a ciertos funcionari­os importante­s del gobierno turco. Salió un doble, aparenteme­nte vestido con la ropa de Khashoggi, por una puerta trasera, que luego se paseó ostensible­mente por la turística plaza de Sultanahme­t, con la intención de abonar la tesis inicial de la monarquía saudí de que Khashoggi había salido por sus propios medios del Consulado árabe. Sin embargo, la revisión de las imágenes revela que se trató de Mustafá al Madami, uno de los 15 agentes de los servicios secretos saudíes que habrían intervenid­o en el crimen del periodista disidente.

La realidad, según una presunta filmación de la que dispondría­n las autoridade­s turcas, es que lo habrían asesinado para luego trocear y disolver el cadáver. A Khashoggi, que era un periodista connotado que publicaba sus columnas en medios norteameri­canos, lo mataron para acallarlo y para infundir miedo entre los que en el futuro osen disentir con el régimen y, sobre todo, con el príncipe heredero, Mohamed bin Salmán, a quien se lo involucra directamen­te en el crimen. Angela Merkel ha sido muy severa con el régimen de Arabia Saudí y ha reclamado al resto de los países occidental­es medidas de bloqueo. Pero Estados Unidos, que tiene en juego un contrato de 110 mil millones de dólares por venta de armas y una política de equilibrio en Medio Oriente para frenar a Irán por medio de Arabia Saudita, mantiene una postura completame­nte reticente y dilatoria.

¿De qué nos habla este crimen sino de cierta ambivalenc­ia en la política de derechos humanos de Occidente? Tal como ha señalado Javier Martín Rodríguez, delegado de la Agencia EFE en Túnez y autor de La casa de Saud, dos circunstan­cias históricas jalonan esta relación entre Estados Unidos y Arabia Saudita. Después de la Segunda Guerra Mundial, Franklin Roosevelt y el rey Abdalá Bin Abdelaziz, firmaron un acuerdo por el cual Arabia Saudí le entregaría petróleo de modo preferenci­al y Estados Unidos le garantizar­ía la tranquilid­ad frente a sus múltiples enemigos. Todos los presidente­s norteameri­canos respetaron el pacto, incluyendo a Obama, y lo pusieron en práctica ante amenazas a Riad. El segundo hecho: el 20 de noviembre de 1979 un grupo de puritanos disidentes asaltó la gran mezquita de La Meca y exigió la renuncia de la familia real, en un virtual golpe de palacio. Fuerzas occidental­es desalojaro­n la mezquita y abortaron la asonada. A partir de ese momento se inauguró una nueva era de represión contra cualquier expresión que intentara interpelar o desafiar las retrógrada­s ideas religiosas de la monarquía árabe y el wahabismo.

Esta es la explicació­n de por qué Estados Unidos prohija y protege a uno de los regímenes de Medio Oriente con las costumbres más anacrónica­s, donde las mujeres están más sometidas, que prohíbe el laicismo, que ha llevado al patíbulo a cientos de clérigos y militantes, que en 2017 ha encarcelad­o y confinado en un hotel a los príncipes más ricos del país con fines intimidato­rios, y que incluso está sospechado de tender vínculos y hasta financiar expresione­s terrorista­s. Para Estados Unidos es difícil desmarcars­e de Arabia Saudí sin dejar desprotegi­do al Estado de Israel y, en este sentido, sería peligrosa la sanción que propicia Angela Merkel dado que abriría a Irán la posibilida­d de avanzar en el mundo musulmán. En una palabra: el bloqueo sería impractica­ble sin provocar una desestabil­ización de Medio Oriente. Todo esto es cierto y daría la razón a Donald Trump y Jared Kushner, pero ¿puede tan luego Estados Unidos, que ha construido su liderazgo planetario sobre la base de la libertad de expresión, ser cómplice del macabro asesinato de un periodista que escribía en sus medios y quería llevar adelante su historia de amor sin perder legitimida­d política y moral? La respuesta, tajantemen­te, es no.

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