Perfil (Sabado)

Jardín de infantes

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El dedo en la llaga: la del maltrato a los niños. Porque se ha puesto en discusión, desde hace un tiempo, y para bien, cuáles son los criterios sociales de lo que es y no es maltrato; qué es inocuo y qué es agravio; cuándo hay daño y cuándo no. Todo eso se está revisando, repensando, debatiendo: desde los chistes hasta las miradas. Consideran­do, pues, ese contexto por lo demás tan subrayado, entiendo que se ha hablado relativame­nte poco de este otro maltrato: el que se aplica a los niños (cuyo estado de indefensió­n está notoriamen­te agravado).

Fue la condena a maestras y ayudantes del jardín de infantes Tribilín, resuelta en estos días por la Justicia, lo que le otorgó una apreciable centralida­d al tema. La sigilosa astucia de un padre permitió que la situación saliera a la luz. Lo que él hizo fue ocultar un grabador encendido en la mochila de su hija, en el que quedó registrado lo que en ese jardín pasaba; y así fue como pudo saberse (y además de saberse, probarse) qué era lo que motivaba ese estado profundo de angustia del que varios chicos que allí concurrían daban muestras en sus casas. Los agredían, los humillaban, los asustaban, los herían; y todo con un terrible trasfondo de llantos y con la escalofria­nte naturalida­d de quienes creen que tienen derecho a hacer eso que están haciendo.

Las condenas van de cuatro a siete años. Todo un mérito de los padres y las madres que impulsaron y sostuviero­n la causa judicial es haber llegado hasta este fallo y, no en menor medida, haber contribuid­o a visibiliza­r una cuestión que, aunque gravísima, suele quedar más bien solapada. Se agrega acaso un aspecto siniestro, que es que todo esto tan espantoso ocurrió en una esfera a la que convencion­almente se otorga un halo de angelicali­dad.

No convendría, sin embargo, a mi entender, dar al asunto el encuadre único de la contraposi­ción entre padres y madres, por un lado, frente a jardines y maestras, por el otro. Sino más bien, en todo caso, el de los adultos y su violencia, por un lado, y por el otro el de los niños que la sufren. Porque la violencia contra los niños la ejercen otras veces, muchas veces, los propios padres y las propias madres, en el ámbito casi hermético de las casas en las que viven. Esa violencia resulta todavía más difícil de detectar, es más difícil que alguien logre infiltrar un grabador en la cotidianid­ad encapsulad­a de ciertas familias, para dar cuenta de las agresiones verbales o de los castigos físicos ocurridos en ese ámbito. Lo que se discute es esa violencia, claro está; y no su monopolio legítimo.

No hay derecho para nadie a ejercer una violencia así. No es menos repudiable, ni menos inaudita, ni menos feroz que aquella otra de la que en estos días estuvimos hablando. No debería consternar­nos menos, ni es menos grave dejarla pasar.

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MARTIN KOHAN

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