Una película clase B orgullosa y potente
EJUAN MANUEL DOMÍNGUEZ l cine clase B, cuando toma anfetas, puede ser mejor que una ceremonia del Oscar en la cual confunden el nombre de la Mejor Película. Hablamos de un tipo de película que sonríe con género entre los dientes, más cerca del labial intencionalmente desparramado, a lo Joker, que de la lechuga de cine entre muelas. Un cine que juega a estar borracho de ideas y alteraciones, de insurrecciones y de caprichos juveniles. Y en este caso, que tiene el presupuesto de una película clase A pero que mantiene el sistema nervioso compinche de su otro lado. Operación Overlord es la película que le faltaba a 2018. Una que decide torcer lo justo el género para que realice las acrobacias de siempre pero a diferentes alturas. En este caso, la acrobacia viene siendo adoptar el punto de vista de un soldado negro en plena Segunda Guerra Mundial, en Normandía, y desde ahí meterse, con una gambeta zombi, en las alteraciones genéticas de las SS, Menguele y el uso de cuerpos nazis por parte de los alemanes.
Producida por J.J. Abrams,
Operación Overlord aprovecha el uso de varios electroshocks de guión para montarlos como una patineta sobre la cual se mueven sus caricaturas 2D. Pero la guerra, su fondo, no son meras excusas o medallas progresistas : el film sabe producir imágenes de acción que explotan, que buscan patear nervios y que lo consiguen. Así es como logra no tanto un equilibrio entre acción y terror sino un perfecto brebaje de ambos. Los hace parecer más un instinto que una decisión subrayada, y así es como va logrando sus planos monstruosos.
Pero entonces, uno podría preguntarse: ¿cuál es su ferocidad? Su felicidad, que termina siendo un factor que la hace esa película necesaria que mencionamos. Por fin, la medianoche tiene una película que es fiesta antes que evento (a diferencia de, por ejemplo, La monja). Una película que mira al resto del cine con carne en su dentadura, la suya, la de la mediocridad que la rodea, y sigue como si nada le importara.