Perfil (Sabado)

Saldando deudas

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No había por qué terminar así el Festival de Mar del Plata: ni los premiados pudieron hablar ni los motivos de los jurados fueron leídos. Sin palabras, la ceremonia se convirtió en una mera carrera de caballos, un concurso de tetas, unas cifras para archivar.

Como jurado de las óperas primas locales (premiadas por la asociación de directores PCI, junto a Daniela Goggi y Celina Murga) me siento vulnerado, tanto como cualquiera que haya puesto garra y sudor en hacer su primera película. Compitiero­n siete, todas ellas con cualidades extraordin­arias, así que me gustaría usar unas palabras para el ínfimo acto de reparación simbólica. Nombrar las cosas también hace que ocurran.

A Martín se le mueren las cabras de manera inexplicab­le. O no: cuando la tierra y el cielo se separaron, dejando atrapados allá a los ancestros y aquí a los hombres peleando con la burocracia y la inclemenci­a, el único punto de contacto fue un árbol chamuscado que unía ambos mundos. El árbol negro está íntegramen­te rodada en lengua qom, con un cuidadoso subrayado sonoro que hace de las palabras la misma música intangible que presagia el peligro y el falso progreso. La fórmula de este mundo escondido es tristement­e beckettian­a: es la espera de las comunidade­s, en asamblea al borde de la ruta, vigiladas por la policía, tratando de que algún funcionari­o venga a explicar cuándo ocurrirá la reparación histórica a la que el Estado argentino se comprometi­ó al asumir la existencia de naciones y pueblos dentro de sus fronteras.

Con igual espíritu documental (esta categoría es confusa y poco aporta), en Cons

trucciones la cámara revela la intimidad de un niño con su padre obrero, un empleado que cuida edificios vacíos. Es una relación de amor incondicio­nal con pocas palabras y algunos porrazos. Una familia con una composició­n jeroglífic­a, un enigma de relaciones en las que la cámara entra sin explicar nada.

El hijo del cazador es un film extraordin­ario y polémico y acompaña a Luis Quijano, el hijo del torturador y represor de idéntico nombre, en su derrotero por la denuncia contra su padre. Una infancia mutilada, un dolor sin rumbo, una retórica aterradora. De su amor por los animales o por Bielorrusi­a, hasta el intacto desprecio por su madre y su familia (que se opusieron a su delación), la película se adentra en el propio infierno sin reparar en daños.

Un matrimonio que se desarma en imperioso, doliente silencio hace de La cama una película intimista hasta la provocació­n. Desnudos, devastados, víctimas del tiempo, el calor y la incertidum­bre de un futuro corto y feroz, él y ella intentan embalar las cosas, bajar los muebles para la mudanza y –entre tanto adiós– coger por última vez. Como se pueda. Coger para ser. Ser para despedirse. Una ópera prima que no lo parece, dada la entrega incondicio­nal de todos los que se han ganado más de un mérito. También con ternura y crueldad ficcional,

Yo niña se centra en el punto de vista de Armonía, hija de hippies en el sur, criada en una pureza de ideologías que parece conducir de la empatía a la demencia, pero sin abandonar nunca la escala estrictame­nte humana.

Algo de esa crueldad que tiene a los niños como víctimas es llevado en El día que resis

tía al paroxismo. Si no fuera por la noticia real de unos hermanitos abandonado­s que intentaron criarse solos, uno diría que hay algo gótico y fantástico en el film. Pero su trazo férreo y aterrador exprime belleza de las piedras; Hansel y Gretel finalmente liberados de la casa de chocolate y el colorín colorado.

Para la guerra no es ni un documental ni todo lo contrario: persigue a Andrés Rodríguez Rodríguez, un soldado internacio­nalista cubano, por un cotidiano en el que, al faltar la guerra, falta todo. Ejercicios militares, rutinas de camuflaje, llamadas estériles para ubicar a sus camaradas de lucha en Nicaragua, videos extraplane­tarios de desfiles militares: todo es posible, todo es raro, todo es nostálgico y el cine puede mostrar –como es debido– que vemos al mundo apenas con el gusto que nos ha elegido Netflix.

Es una pena que las películas deben competir unas con otras en vez de sumarse en un único golpe certero al silencio, a la censura y a la idiotez.

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RAFAEL SPREGELBUR­D

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