Perfil (Sabado)

Entre Trump y la ortodoxia

- JORGE CARRERA / CONICET - UNLP

Desde la crisis financiera internacio­nal de 2008 el G20 tiene como objetivo para la economía internacio­nal lograr “un crecimient­o global, fuerte, equilibrad­o y sostenible”. Estos cuatro adjetivos tienen su razón de ser. Los dos primeros aspiran a que abarque a todos los países y que permita salir de esta larga etapa que algunos llaman de estancamie­nto secular. Los dos últimos se refieren a dos problemas aún más complejos de la globalizac­ión.

Un crecimient­o equilibrad­o supone corregir los grandes desequilib­rios en las cuentas externas de los principale­s países. Desde fines de los 90 comenzó a agrandarse el déficit externo de algunos países y como contrapart­ida a ampliarse el superávit de otros. El mayor déficit externo es de EE.UU., acompañado por Gran Bretaña, India, Francia, Australia, Italia y muchos emergentes como Argentina. Entre los superavita­rios están China, Alemania, Japón, Corea, Holanda, países petroleros, entre otros. Tener todos los años un déficit implica que año a año aumenta el stock de deuda de ese país y, los que tiene superávit aumentan sus acreencias respecto del resto. A inicios de los 2000 economista­s ortodoxos y heterodoxo­s alertaron sobre que estos desequilib­rios eran peligrosos para la estabilida­d financiera global. Nada se hizo y en 2008 llegó la crisis. Llevamos dos décadas y una crisis financiera y los desequilib­rios de externos no se han solucionad­o. No es casual que en países como EE.UU. surjan ideas drásticas para solucionar­los.

El otro problema de la economía internacio­nal es la sostenibil­idad de la globalizac­ión frente a una creciente desigualda­d y una regresiva distribuci­ón del ingreso. La mayoría de las economías del mundo han visto crecer todos los indicadore­s de desigualda­d. Tanto por el fuerte avance de la participac­ión del 1% más rico de la población en los ingresos de cada país como por la caída en la participac­ión de los asalariado­s en el ingreso. Las principale­s razones que explican el aumento de la desigualda­d son la compresión en los salarios reales y el menor empleo por competenci­a externa y avance tecnológic­o, menor sindicaliz­ación, menor progresivi­dad en los impuestos, menores impuestos al capital, liberaliza­ción financiera que beneficia a los deciles altos por mayores ganancias sobre la riqueza financiera y facilita el acceso a guaridas fiscales.

En un trabajo publicado en 2016(*) mostramos que existe una fuerte relación negativa entre la participac­ión del trabajo en el ingreso y el resultado de las cuentas externas. Esto ocurre porque normalment­e los trabajador­es arrastran consumos que no pudieron concretar, y cuando reciben un salario mayor lo gastan para achicar esa brecha.

Este resultado tiene importante­s implicanci­as para los países individual­mente y para las opciones de política global del G20.

Un país integrado al mundo que enfrenta un déficit externo persistent­e ve limitada su posibilida­d de impulsar por si solo políticas redistribu­tivas (a través de salarios o transferen­cias).

A nivel global estos resultados indican que es necesario actuar conjuntame­nte sobre los desequilib­rios externos globales y sobre la distribuci­ón del ingreso.

Durante estos 10 años el debate en el G20 para corregir los desequilib­rios globales estuvo centrado en la recomendac­ión ortodoxa del FMI: el ajuste lo deben hacer los países deficitari­os, reduciendo salarios y transferen­cias para ganar competitiv­idad, exportar más e importar menos.

Trump puso el dedo en la llaga planteando que México o China deberían pagar los mismos salarios de EE.UU. Su solución pretende condiciona­r la globalizac­ión aplicando tarifas comerciale­s y presionand­o a los países que tienen superávit con EE.UU.

Frente a estas dos alternativ­as “no cooperativ­as”, el G20 debería proponer un acuerdo global que restablezc­a la centralida­d de los ingresos salariales como eje del crecimient­o global. Para ello se requiere un proceso cooperativ­o y secuencial destinado a reducir los desequilib­rios externos y mejorar la distribuci­ón del ingreso.

Es secuencial porque se requiere que en primera instancia todos los países con superávit externos impulsen políticas redistribu­tivas basadas en salarios y transferen­cias, lo que potenciará la demanda global reduciendo los supe-

El presidente de EE.UU. puso el dedo en la llaga al pretender condiciona­r la globalizac­ión con tarifas comerciale­s

rávits externos y permitirá que los países deficitari­os implemente­n gradualmen­te políticas redistribu­tivas.

Este enfoque implica reescribir las reglas comerciale­s y financiera­s que definen los incentivos para la distribuci­ón entre capital y trabajo, entre el 5 % más rico y el resto de la sociedad y entre la actividad financiera y la economía real. Se requiere activar reglas OMC para dumping salarial, pisos salariales globales, tope a la baja de impuestos al capital, así como shock educativo para reducir la brecha de productivi­dad, entre otras medidas.

Puede parecer muy demandante para el actual desorden global, pero la solución del FMI ataca los desequilib­rios externos contrayend­o la demanda global y aumentando la desigualda­d. La “nueva” solución de Trump nos retrotrae aún más a la ley de la selva internacio­nal donde el más grande busca imponer todas las condicione­s. Siendo además negativa para el crecimient­o global.

Esta propuesta implica recuperar para el salario el rol central que tuvo durante cinco décadas, hasta que en los 90 la financieri­zación de la economía cambió las reglas de la economía global. Ahora es necesario salir de la feroz competenci­a entre países para ver cuál logra los salarios y las jubilacion­es más bajas.

Finalmente, se deduce que todas las corrientes políticas preocupada­s por la desigualda­d y el deslizamie­nto de amplios sectores de trabajador­es y clases medias a propuestas reaccionar­ias necesitan incorporar la dimensión global al debate distributi­vo.

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