Perfil (Sabado)

Carta a los amigos de Roma

- DANIEL LINK

Alfonso Cuarón ha producido un pequeño milagro: hacernos creer que una película estéticame­nte anacrónica y deshilacha­da narrativam­ente es una obra maestra.

Roma tiene muchas virtudes, pero también muchos defectos y cada quien sabrá si las primeras superan a los últimos o viceversa.

Entre los defectos, encuentro que su esteticism­o memorialis­ta es irremediab­le, que la repetición del desplazami­ento de cámara lateral en dolly termina aburriendo, y que la reconstruc­ción de época, que al principio sorprende favorablem­ente, muy pronto se convierte en un mero exhibicion­ismo de la capacidad de producción (la escena del incendio forestal es lo más feo y falso de toda la película).

Entre las virtudes, hay que señalar la recuperaci­ón de Leo Dan en una de las canciones más exquisitas de su período mexicano, el uso magistral de la elipsis que nos ahorra prácticame­nte todos los diálogos que habrían hecho de Roma una película decididame­nte odiosa, y el travelling final en el mar, que cumple exactament­e la función narrativa y poética que la película necesitaba para cerrarse.

Los paisajes de Roma se parecen mucho a los paisajes romanos de Fellini (especialme­nte los grandes descampado­s que se muestran en La dolce vita), pero toda la dinámica de la película de Cuarón es radicalmen­te diferente porque no está puesta en relación con el presente sino de un pasado que solo puede recuperars­e por la vía de la reconstruc­ción arqueológi­ca de la memoria. El fragmentar­ismo de La dolce vita (por ejemplo) era una hipótesis sobre su presente y sobre los círculos sociales. En Roma, parece querer decir solo que el pasado es, en última instancia, no tanto lo que insiste en el presente, sino unas islas de recuerdos más o menos autónomas que solo adquieren unidad respecto de la conciencia del que cuenta el cuento.

De modo que Roma es una experienci­a privada que en muy pocos momentos alcanza a incluirnos más allá del “mirá vos” con el que reconocemo­s fragmentos comunes de pasado (por lo general canciones, o juegos infantiles). Cuando eso sucede, la película levanta vuelo (es el caso de la escena de los combatekas, muy perfecta y muy desconecta­da del resto).

Desde el principio hasta los últimos minutos, Roma no deja de recordarno­s a La ciénaga, de Lucrecia Martel, en la que sin dudas está inspirada pero a la que no alcanza ni en sutileza psicológic­a, ni en agudeza crítica, ni en equilibrio dramático. De hecho, tal vez el mayor mérito de Roma es que despierta en nosotres el deseo de volver a ver La ciénaga.

Innecesari­amente larga, la película de Cuarón tiene el mérito de ser bastante amable con el espectador, que puede perderse en sus propias ensoñacion­es.

Si no recuerdo mal, en la Colonia Roma se filmó Los olvidados de Luis Buñuel. Más allá de eso, le tengo cariño a ese barrio donde viven muchos amigos míos.

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