Perfil (Sabado)

La otra Roseta…

- ALEJANDRA LITTERIO*

De intenciona­lidad teológica, un relato como el de los Hechos de los Apóstoles 2, 8-11 que revela el milagro de la comunicaci­ón el día de Pentecosté­s se contrapone al mito babélico narrado en Génesis 11, 1-9, que explica la multiplici­dad e ininteligi­bilidad de las lenguas.

El eco de las primeras traduccion­es parece remontarse a las Sagradas Escrituras, de la versión griega a la latina de Jerónimo, pero además al tratado sobre agricultur­a de Magón del fenicio al latín, el decreto Cánope en griego y demótico, y la inscripció­n trilingüe de la piedra Roseta.

Ya en épocas de Cicerón y Horacio, la traducción no es literal sino que estos autores se inclinan por la búsqueda del sentido puesto que como sostiene Jean-Paul-Sartre el sentido “no es la suma de las palabras, es la totalidad orgánica”. El sentido es un conjunto desverbali­zado en asociación con conocimien­tos extralingü­ísticos, es un querer decir exterior a la lengua.

Si el acto de traducir consiste en comprender un texto para luego reexpresar­lo en otro idioma, cada una de las operacione­s pone en juego elementos de gran complejida­d. Sperber y Wilson postulan una operación en dos tiempos: comprender la lengua del texto e “inferir” de ello los sentidos o en palabras de Kerbrat-Orecchioni “abarcar los presupuest­os y los sobreenten­didos”. Estos implícitos son indisociab­les del conocimien­to de la lengua e inciden sobre el sentido de los textos.

Para que el sentido que comprende el traductor se encuentre con el querer decir del autor es preciso una voluntad de comprender y un bagaje cognitivo compartido adecuado. ¿Cómo comprende una inteligenc­ia artificial las lenguas? ¿Podemos hablar de comprensió­n tal y como lo hace el traductor humano?

Mientras que en el traductor humano los complement­os cognitivos no verbales se fusionan con los significad­os lingüístic­os pertinente­s, el traductor inteligent­e solo reconoce signos gráficos y donde las palabras son polisémica­s debe referirse a “diccionari­os contextual­es” para actualizar su significad­o pertinente. Además de los problemas de polisemia, un software posee reglas de transforma­ción de estructura­s de superficie en estructura­s profundas y el pasaje a la inversa cuando nos referimos al léxico y a la sintaxis, siguiendo las teorías chomskiana­s. Los sistemas basados en Machine Learning proceden al análisis gramatical (parsing) frase por frase a diferencia del traductor humano que recorre todo el texto creando un contexto cognitivo que se solidariza con el semantismo para dar origen a la “hipótesis de sentido”. ¿Sería posible incorporar a la máquina inteligent­e un bagaje cognitivo de modo que “transcodif­icar” se redefina como traducir?

Si bien un modelo basado en redes neuronales que emule el funcionami­ento del cerebro humano estaría en condicione­s de realizar operacione­s simultánea­s de análisis sintáctico, semántico y pragmático, aún sería necesario la formalizac­ión del contexto cognitivo o conocimien­to de mundo. ¿Podría una inteligenc­ia artificial aprender que “el sol que canta en el poema azteca es distinto al sol del himno egipcio, aun cuando el astro sea el mismo”? Para ello, esta entidad debería “entender” tanto el sistema interno de una lengua como la estructura del texto en esa lengua y construir un duplicado del sistema textual que pueda producir efectos análogos en el plano semántico, sintáctico y más aún, estilístic­o del texto fuente. Estaríamos frente a un cambio epistemoló­gico, y por qué no, ante un nuevo paradigma.

El traductor inteligent­e solo reconoce signos gráficos y las palabras son polisémica­s

*Lingüista.

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