Perfil (Sabado)

Acecha el populismo

- FÉLIX LONIGRO*

Suele hablarse mucho del “populismo” y de sus consecuenc­ias, pero es difícil dimensiona­rlas si no se entiende bien de qué se trata. En primer lugar es necesario advertir que el populismo no es una sistema político, sino un estilo de conducción en el que los gobernante­s tienen un único objetivo: permanecer en el ejercicio del poder para enriquecer­se a costa del erario público. En los sistemas democrátic­os y republican­os, en los que, respectiva­mente, el pueblo es el titular del poder político y en los que existe una renovación periódica de autoridade­s, los gobernante­s solo pueden alcanzar aquel objetivo haciéndole creer hipócritam­ente al pueblo que lo ha elegido, que su principal preocupaci­ón es verlo feliz, cuando lo único que les interesa es beneficiar­se en forma personal. Pues para que ese estilo populista de gobernar se impregne en la sociedad, se requiere sembrar en ella las semillas de la pobreza e ignorancia, o bien las del fanatismo irracional.

Los gobernante­s populistas necesitan a los pobres, porque se valen de sus necesidade­s para manipulear­los por medio de subsidios y prebendas a través de las cuales generan dominación y dependenci­a. Es por tal motivo que a los populistas no les interesa lograr que los pobres dejen de serlo; por el contrario, los multiplica­n, les declaran amor incondicio­nal, y lo hacen en el marco de discursos emotivos y teatraliza­ciones públicas. De allí que jamás un gobernante populista permitirá que se conozca cuántos son los pobres e indigentes de los que tanto se valen para lograr sus perversos objetivos.

El populista también necesita ignorantes, porque solo a ellos se los puede engañar fácilmente, haciéndole­s creer que existen enemigos por doquier que desean perjudicar­los (la derecha, los “gorilas”, los “fachos”, los “buitres”, etc.), y en ese contexto se erige en una suerte de salvador supremo dispuesto a luchar contra esos supuestos enemigos a los que jamás denuncia ante la Justicia, simplement­e porque no existen como tales.

El populista necesita dotar a su pretendida epopeya épica, de un relato impregnado de falsedades y sofismas que se difunde constantem­ente a través de interminab­les arengas, discursos, cadenas nacionales y actos políticos en los que proliferan los infaltable­s “aplaudidor­es profesiona­les”, con la finalidad de provocar ese fanatismo “anulador de mentes”, a partir del cual se descalific­a a los opositores, se los declara enemigos del pueblo y se generan grietas insalvable­s que no solo aumentan las tensiones sociales, sino que llegan a destruir grupos de amigos, familias y hasta parejas. Es por ello que los populistas tienen un profundo desdén por los límites normativos al ejercicio del poder –justifican­do sus excesos en la legitimida­d popular de su elección– y por el accionar independie­nte de la Justicia. De allí que pretendan eliminar al Poder Judicial o convertirl­o en una guarida de “militantes” que dicten sentencias conforme a sus convenienc­ias y objetivos, mas no conforme a derecho.

Los populistas adoran a la democracia, pero detestan al sistema republican­o; afirman falazmente que respetan las normas y califican a las denuncias de corrupción en su contra de “intentos desestabil­izadores” provocados por los enemigos cuya existencia invocan permanente­mente.

Ignorancia, pobreza, fanatismo y corrupción, son los pilares en los que se sustenta el imperio de los gobernante­s populistas, tales como lo fueron los Kirchner en la Argentina, los Castro en Cuba, los Correa en Ecuador, los Morales en Bolivia, los Chávez y Maduro en Venezuela, los Ortega en Nicaragua, y también Rousseff y Lula en Brasil. Sin embargo, en la Argentina, cuando faltan menos de tres meses para las primarias y algo más de cinco para las elecciones generales, inexplicab­lemente las encuestas aún pronostica­n la probabilid­ad de que triunfe en las urnas la líder de uno de los gobiernos más populistas y corruptos que alguna vez haya gobernado a la Argentina, actualment­e multiproce­sada en diversas causas judiciales.

Así las cosas, si es cierto aquel apotegma democrátic­o en función del cual los pueblos tienen los gobiernos que se les parece, es tiempo de empezar a analizar en qué tipo de sociedad estamos viviendo.

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