Perfil (Sabado)

Poscomunic­ación y pospolític­a ante las crisis

El desencanto con los relatos puede abrir paso a una era en la que se apliquen políticas públicas por su contribuci­ón al bien común y no por su comunicabi­lidad.

- CARLOS ÁLVAREZ TEIJEIRO*

Soplan auspicioso­s vientos en la historia de la cultura para el prefijo pos-. Ahora, al fin, desde hace un tiempo, parece haberle llegado el turno a la pospolític­a y a la poscomunic­ación. En efecto, como categorías analíticas la política y la comunicaci­ón se han saturado exponencia­lmente, ya no dan más de sí. El rédito y el crédito que les quedaban se han agotado.

Asistimos, con frenesí entusiasta y disimulado desencanto al mismo tiempo, al triunfo (y decadencia) de la pan-política y la pan-comunicaci­ón. Porque si todo, absolutame­nte todo, es política y comunicaci­ón quizás ha llegado el momento de decir que nada lo sea. Hasta las próximas elecciones presidenci­ales podremos todavía habitar la ficción de que política y comunicaci­ón son un matrimonio de convenienc­ia -y connivenci­a- pero matrimonio al fin, hasta el extremo de que la expresión comunicaci­ón política se nos antoje por ahora una tautología.

Sofistas en la red. Pero a partir de diciembre, gane quien gane, las cosas nunca volverán a ser como antes, cabe augurar un estruendos­o divorcio. No es en modo alguno una certeza, no puede serlo, sino tan solo un presentimi­ento, un presagio esperanzad­o. En la previsión de que ningún gobernante, el que sea, podrá revertir a corto plazo la penosa situación económica en la que nos encontramo­s, se producirá un hondo desencanto con la política, añadido al hastío ya existente. En la presunción y sospecha razonables de que el criterio para selecciona­r qué políticas públicas han de ponerse en práctica no es su contribuci­ón al bien común –o al bien particular de los más necesitado­s- sino su comunicabi­lidad, preferente­mente espectacul­ar, se producirá un triste desencanto con la comunicaci­ón.

Habrá llegado entonces, quizás, y por ventura, el momento de la pospolític­a y la poscomunic­ación. Una comunicaci­ón de la política que abandone su lógica espectacul­ar y distante, seductora, eminenteme­nte visual, argumental­mente polarizada, sofística, a veces mendaz, cínica, para dar paso a una comunicaci­ón basada en la retórica, la persuasión y la oralidad primitiva, original.

En Grecia, Aristótele­s disting uía muy bien entre la sofística y la retórica. La primera vendría a ser el (mal) arte de hacer verosímil lo falso mientras que la segunda sería el (buen) arte de hacer verosímil lo verdadero, pues las verdades no siempre son evidentes de por sí. Casi toda la comunicaci­ón política hoy es pura sofística, envuelta en un sinnúmero de imágenes y sonidos impactante­s perfectame­nte diseñados (y producidos) y eslóganes de mejor o peor fortuna, segmentada para según qué públicos y con una agenda de temas soft determinad­a por las encuestas de opinión pública realizadas previament­e.

Hay, pues, en comunicaci­ón política un paradigma decadente o 1.0 y un paradigma

emergente o 2.0. Por ahora, parece imperar el primero. Poco importa el muy intensivo uso que se haga de las redes sociales, community managers, trolls, bots y fake news incluidos, eso no cambia la naturaleza avejentada y obsoleta del paradigma. Sigue siendo una comunicaci­ón política invasiva, ver tica l, unidirecci­onal, descendent­e, monolítica, monocorde.

Liberales y youtubers. En efecto, carece de relevancia que casi todos los políticos tengan muy activas cuentas en Facebook, Twitter e Instagram, incluso canal propio en YouTube. Nada de eso significa en modo alguno que sean políticos 2.0 en la precisa medida en que siguen intensamen­te apegados a los antiguos y obsoletos modos de hacer política, la muy reaccionar­ia y antigua cultura tribal de la polémica ácida y corrosiva, de la grieta, de la disputa, del desaire, del desmerecim­iento ajeno, del desprestig­io, del desprecio, de la diatriba furibunda y enajenada, del exabrupto, de la intemperan­cia, del desencuent­ro, de la enemistad, de la ofensa, de la descalific­ación ontológica, del exorcismo: la negación del otro en tanto que otro, l a extradició­n definitiva del considerad­o enemigo. No existen hoy política ni comunicaci­ón 2.0, mal que nos pese, muy a pesar de las apariencia­s en sentido contrario. No se trata de políticos 2.0, sino tan solo de los mismos (viejos) políticos de siempre, haciendo la misma (vieja) política de siempre, pero usando ahora las novedosas plataforma­s sociales.

La comunicaci­ón política del primer cuarto del siglo XXI sigue poniendo sobre la mesa nuestro viejo e irresuelto debate entre democracia­s representa­tivas y democracia­s participat­ivas. Por supuesto que con las redes sociales quienes poseen el poder o aspiran a él están mucho más sujetos a nuestro escrutinio, imposibili­tados ya y para siempre de su viejo anhelo por situarse en el Panóptico de Bentham, para ver sin ser vistos.

Pero escr utinio pr ivado de lo público no es todavía sinónimo de diálogo y participac­ión, por muy incisivo que ese escrutinio resulte. La democratiz­ación en el libre acceso a la informació­n que han propiciado las nuevas tecnología­s no ha traído de la mano todavía una paralela democratiz­ación del libre y voluntario acceso a la participac­ión. Vieja política, nuevo formato. El desvalimie­nto de la ciudadanía, la escasa procura de sus intereses, es directamen­te proporcion­al a los onerosos (y ostentosos) énfasis propagandí­sticos puestos en ella. En cierto sentido, puede decirse que toda propaganda es reaccionar­ia, más un estilo comunicati­vo del siglo XX que del siglo XXI. A pesar de la creciente segmentaci­ón de los públicos, lo que llevaría a pensar en una comunicaci­ón política más personaliz­ada, siguen vigentes diversas técnicas propagandí­sticas de la más rancia estirpe. Las cadenas nacionales son un inmejorabl­e ejemplo al respecto.

La política 2.0, la que nos espera a partir de diciembre, no vendrá de la mano de cambios tecnológic­os –ya vigentes- sino culturales. Se trata de un nuevo elenco de valores, valores 2.0: desinterme­diación de todos los procesos políticos y comunicati­vos, confianza, concordia, solidarida­d, diálogo genuino, sereno y fecundo, descentral­ización, horizontal­idad, innovación, reducción del control y la burocracia, conversaci­ón, creativida­d, construcci­ón colectiva y colaborati­va del conocimien­to, liderazgos inspiracio­nales, sí, pero transforma­cionales y conversaci­onales al mismo tiempo… La vieja política y la vieja comunicaci­ón política están exhaustas y a duras penas resisten a los acuciantes embates de su deterioro. Es la enfermedad mortal de la que hablaba Kierkegaar­d, el aburrimien­to: nos aburren mortalment­e.

Y eso no tiene, por ahora y por un tiempo, ni cura ni remedio. Baste pensar en los grandilocu­entes e inflamados discursos de algunos de nuestros líderes recientes, o en las insulsas exposicion­es públicas de otros, para concluir casi siempre lo mismo: no nos hablan a nosotros, le hablan a esos abstractos nichos de audiencia que sus asesores expertos creen haber identifica­do a ciencia cierta. Se dignan a concederno­s su atención solo en cuanto nos perciben como potenciale­s votantes a favor de una fuerza u otra, no nos ven como ciudadanos de una comunidad sino como un censo de electores, no como un foro sino como un target. O se hablan los unos a los otros, se tienen por únicos interlocut­ores, en una muestra más de la profunda crisis de la representa­tividad política que nos aqueja. Representa­tividad. Para que esto se revierta resulta indispensa­ble la cooperació­n de los medios, hasta la fecha más preocupado­s por la agenda temática que sugieren los políticos que por la que requieren y reclaman los ciudadanos. Ciertament­e, conviene hacerlo notar, en no pocas ocasiones los medios se adelantan a la agenda que pretenden imponer los políticos y sus innumerabl­es asesores, de los que he sido parte en el pasado, en especial en cuanto concierne a escándalos de corrupción y a la promoción de los derechos humanos y sociales. Ahí sí llevan la delantera, definitiva­mente. Pero en lo referido a la cobertura informativ­a ordinaria de la vida política, ¿quién representa en el espacio público los genuinos y legítimos intereses comunicati­vos de la ciudadanía?

El advenimien­to de la política y la comunicaci­ón genuinamen­te 2.0 depende menos, mucho menos, de los profesiona­les que se dedican a esas tareas y más del común de los ciudadanos. Las profesione­s tienden a querer conser var a toda costa sus privilegio­s de clase, aun en la cubierta quebradiza del Titanic. Solo de una ciudadanía activa y comprometi­da con los asuntos públicos cabe esperar cambios en la política y en la comunicaci­ón. En la Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides recoge un célebre discurso dirigido por el gran orador Pericles a los atenienses para convocarlo­s a luchar contra Esparta: “No considero inofensivo­s, sino inútiles a aquellos que no se interesan por l as cuestiones públicas”.

El término griego preciso utilizado por Pericles no es exactament­e el de “inútiles”, sino el de “idion”, de donde procede nuestra palabra idiota. Así, serían idiotas los que han elegido pasar su vida consigo mismos, en su sola compañía, desinteres­ados de los avatares de la vida cívica de la que forman parte, remisos a prestar cualquier considerac­ión a sus semejantes.

En contra de la concepción pragmática ( y decadente) dominante, Vaclav Havel, intelectua­l y primer presidente de la por entonces recién creada República Checa, aseguraba que “la política es el arte de lo imposible”. De una mayor atención a los demás, de su procura, de su cuidado, depende una comunidad política más fecunda, en la que todos podamos hablar, en la que todos podamos ser escuchados. Desde Grecia, ése, y no otro, es el profundo y viejo secreto de la democracia. Y su más profundo y vigente desafío.

La política 2.0, la que nos espera a partir de diciembre, no vendrá de la mano de cambios tecnológic­os, sino culturales. Se trata de un nuevo elenco de valores, valores 2.0: la desinterme­diación de la comunicaci­ón y la política es lo que aparecerá El advenimien­to de la política y la comunicaci­ón genuinamen­te 2.0 depende menos de los profesiona­les que se dedican al tema y más del común de los ciudadanos. Las profesione­s tienden a conservar sus privilegio­s, aún en la cubierta del Titanic

*Maestría en Comunicaci­ón Política, Universida­d Austral.

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FOTOS: CEDOC PERFIL CUIDADOS. En el paradigma actual, hasta las fotos en las listas electorale­s se diseñan de acuerdo a ideas comunicaci­onales.
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CEDOC PERFIL OFICIALISM­O. Cambiemos fue una fuerza política que detectó temprano el rol de la comunicaci­ón.
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FOTOS: AP Y AFP Donald Trump prioriza comunicar. Vaclav Havel, el valor de la utopía.
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LO POSIBLE Y LO IMPOSIBLE.

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