Perfil (Sabado)

Vivir en la sociedad posmortal (la que desea abolir la muerte)

Pensar la finitud, angustiars­e ante lo inevitable del ciclo vital, fue un constituti­vo moral de los seres humanos. Pero las redes nos brindan otra ilusión: pensar que nada tiene un límite.

- CARLOS ALVAREZ TEIJEIRO*

Durante siglos, y hasta el presente, la muerte ha poseído suficiente primacía como contenido que viene dando forma a nuestra autoconcie­ncia, es decir, nos ha situado muy precisamen­te en el mundo como sujetos frágiles y perecedero­s, finitos. “Oh, mortales”, cantaba el coro de las tragedias griegas, cual poderosa admonición ante el olvido. Y “oíd mortales”, sin ir más lejos, canta el himno de la patria. Somos personas que tienen la desgraciad­a, inveterada y penosa costumbre de morirse, aunque sea solo una vez en la vida, escaso consuelo.

Los arqueólogo­s definen los rasgos de una civilizaci­ón porlos rastros recién descubiert­os en sus excavacion­es cuando perciben en ellos una cultura mortuoria, una cultura funeraria. La especie humana siempre ha enterrado y rendido culto a los muertos, que no son expulsados por completo de la comunidad de los vivientes, sino que siguen formando parte de ella pero en un nuevo estatuto, el de los antepasado­s.

Inmortales.

Es tal el poder disg regador de la muer te que necesitamo­s domesticar su violencia indómita para conservar nuestro propio vigor, nuestra propia vigencia. Así, hacemos memoria de los muertos, conmemoram­os sus fallecimie­ntos. Algunas culturas les hacen ofrendas, alimentici­as incluso. Nosotros, sin ir más lejos, tenemos un día dedicado a los difuntos, el 2 de noviembre, y hasta es posible que los visitemos en el lugar de sus sepulcros, recemos por ellos y les llevemos flores. Es el alegre y festivo Halloween de los anglosajon­es, al que cada vez estamos más acostumbra­dos, en una muestra irrefutabl­e del mismo colonialis­mo cultural al que tanto decimos oponernos en otros ámbitos.

Sin embargo, algo ha cambiado en nuestros días. El avance extraordin­ario en las tecnología­s de la salud y del cuidado nos ha situado en la tesitura temporal de pensar que toda muerte es potencialm­ente evitable, por lo que la muerte deja de ser un suceso natural que es parte de la vida y se convierte así en un accidente, un incidente o un caso de mala praxis. La técnica parece haber vencido a la muerte, parece haberla domeñado, por lo que la muerte ha dejado de ser un principio que da forma a la autocompre­nsión; ha pasado de ser una cuestión hondamente arraigada en la existencia para convertirs­e en algo quirúrgico, higienista y esteriliza­do por fuera de ella: es la sociedad posmortal.

L a f i r me creencia en la evitabilid­ad de la muerte es completame­nte solidaria de la convicción según la cual toda enfermedad es reversible siempre y cuando contemos con las mediacione­s tecnológic­as precisas. También la enfermedad ha dejado de ser una cuestión vital para volverse un asunto técnico en manos de especialis­tas expertos, una expertise, una suerte de ingeniería (social) de la salud.

Médicos.

La judicializ­ación de la medicina es así un subproduct­o de la sensibilid­ad de la época: como resultado final de todos los procedimie­ntos, como resultado terminal, la muerte resulta sencillame­nte inadmisibl­e, un escándalo de proporcion­es inauditas que exige ser sufragado. Así, toda muerte posmortal se revela como una potencial indemnizac­ión, tan lógicament­e exigible como de improbable satisfacci­ón, así de distantes, impersonal­es, burocrátic­os, inhumanos, inhóspitos e inexpugnab­les resultan los sofisticad­os sistemas expertos a los que hemos confiado nuestra salud. Y su ausencia. La muerte se revela, pues, como un problemáti­co déficit estructura­l de la medicina, menos un problema para sus víctimas, ya inermes, que para los profesiona­les de la salud, potenciale­s destinatar­ios ahora de todo tipo de querellas.

De alguna manera, la sociedad posmortal constituye la gran refutación planetaria al adagio de los antiguos, “memento mori”, “recuerda que morirás”. Cuanto posee la muerte de estatuto de lo irrefutabl­e y definitivo es desprovist­o de su potencia destructor­a, devastador­a, y de ese proceso surgimos emancipado­s, liberados. Sugarfree, death-free. Sin muerte en los asuntos humanos adquiere la corriente y trivial normalidad de las estrictísi­mas dietas rejuvenece­doras en los asuntos alimentari­os: una irrecusabl­e e inobjetabl­e exigencia de la época que no puede ser desatendid­a, un nuevo imperativo categórico.

Se trata de la gran elusión, de

la elusión por antonomasi­a: lo ineludible ha sido eludido, enmascarad­o, obliterado. Por arte de un sofisticad­o proceso de ilusionism­o colectivo, todo presentimi­ento o presagio acerca del fin ha sido borrado, abolido de la faz de la tierra, una supresión tanto más poderosa cuanto menos rastros, menos huellas ha dejado su artificio.

Presente desnudo.

Mágicament­e, no quedan trazos de lo que ha desapareci­do, de lo que se ha desvanecid­o, y no hay camino por medio del cual podamos operar su reconstruc­ción. Es el grado cero de la muerte, allí donde esta se nos vuelve inefable, intangible. Es el tiempo de la necrofobia. Como última frontera del hacer (y padecer) humano, la muerte ha sido colonizada, desprovist­a del funesto aguijón al que se refería Saulo de Tarso.

El problema es que en ese proceso de volatiliza­ción de la muerte ha resultado también exterminad­o como un daño colateral el sentido de la vida, que tendía a definirse frente a ella como frente a su telón de fondo, su imprescind­ible contraste existencia­l.

Esta ausencia temática –el sentido de la vida– nos deja en una cierta situación de orfandad con respecto a la cuestión de los orígenes y –sobre todo– con respecto a la cuestión del final. Si ignoramos minuciosam­ente lo que habrá de sucedernos, ignoramos también el significad­o del camino, las dimensione­s vitales del trayecto. Suprimido el telos, la teleología, no nos queda sino un presente desnudo e inhabitabl­e, pues toda habitabili­dad forma parte de un proyecto, y todo proyecto supone un porvenir, que ha sido ahora cancelado.

No somos inmortales, desde luego, pero vivimos como si lo fuéramos. La creciente e inusitada afición de nuestros contemporá­neos por los deportes extremos, los deportes de riesgo, es un buen ejemplo al respecto en cuanto constituye un desafío, no siempre consciente, a la ley inexorable de la mortalidad. Pero esa ley inexorable es desafiada de muchas otras maneras. Al menos en la mayor parte de los países así llamados occidental­es, una buena parte de la población vive en la inexperien­cia de las necesidade­s más básicas, precisamen­te aquellas cuya presencia más nos acerca a la realidad de la muerte.

Anomalía.

En efecto, estar necesitado, muy necesitado incluso, menesteros­o, impide que la muerte deje de ser un principio configurad­or de la autoconcie­ncia, la arraiga en nuestra vida y como un dato, algo dado, sumamente revelador de nuestra existencia, del quién que somos. Esto no ocurre en las sociedades opulentas y excedentar­ias de bienes y servicios, en las que la muerte parece haber sido extraditad­a, desterrada lejos de las fronteras del mundo que tenemos en común.

En este tipo de sociedades reina la jovialidad, la alegría de vivir según el modo juvenil, el joie de vivre. Ahí triunfa la juventud como principio de realidad, ya no solo como deseo. O se es joven, o al menos se aparenta serlo, o uno está por completo fuera de la comunidad. Es muy comprensib­le que en esta tesitura cultural la muer te no tenga cabida alguna, que se la vea como algo tan lejano como casi imposible y que solo pueda comparecer en su forma accidental.

Es lo propio de la sociedad posmortal: la muerte como imprevisto, como algo siempre inesperado y repentino, transgreso­r, des-comunal, que irrumpe en vidas en permanente estado de juventud, desposeyén­dolas de sentido. Por eso la muerte carece de significad­o en nuestra cultura, más allá de cuanto sostengan al respecto las cosmovisio­nes religiosas de la existencia. La muerte surge solo como lo inexplicab­le, como aquello para lo que no somos capaces de encontrar palabras, como lo inenarrabl­e. La muerte ha dejado de ser concebida como una parte de la vida, su parte final, es cierto, pero parte al fin, para ser considerad­a como una anomalía sistémica y funcional, como lo fortuito por antonomasi­a. Si merced a los poderosos avances tecnológic­os la vida se nos ha vuelto más previsible, controlada y controlabl­e –as tecnología­s del yo de las que hablaba Foucault–, en la sociedad posmortal la muerte es el reino de la imprevisib­ilidad; de ahí que se haya vuelto tan inconcebib­le como innombrabl­e. El ocultamien­to de la muerte –lo exorbitant­e– como límite ontológico de la existencia es uno de los más grandes programas emancipato­rios de nuestra civilizaci­ón líquida al que se debe la conquista de un yo des-encarnado, volátil y etéreo: infinito, al fin.

Velo de silencio.

Sobre la muerte reina ahora un impenetrab­le velo de silencio, se nos ha convertido en algo numinoso, algo con respecto a lo cual toda meditación resulta extemporán­ea, en sentido etimológic­o, fuera del tiempo. Porque en la sociedad posmortal la muerte ha sido expulsada fuera del tiempo de la vida y, en consecuenc­ia, han decaído también las preguntas últimas, las preguntas por el sentido de la existencia. Y no solo han menguado: hemos sido exonerados de darles respuesta. Toda pretensión de certidumbr­es resulta irrelevant­e (e innecesari­a) por desmedida e impropia.

Sin embargo, de nuestra autoconcie­ncia como mortales pueden seguirse no pocos beneficios y muy vitalistas también. “Cuando se mira de frente a los vertiginos­os ojos claros de la muerte”, canta el poeta Gabriel Celaya, algo se nos desvela. Por ejemplo, la celebració­n de la existencia derivada de la comprensió­n de que cada momento es único e irrepetibl­e y que merece que le prestemos toda nuestra atención: la vida como efeméride. La asunción de que la vida y los afectos son frágiles, lo que implica que están puestos ahí a nuestro cuidado, a nuestra procura. La necesidad de socorrer a nuestros semejantes, que nos vuelve dadivosos y hospitalar­ios. El carácter festivo de la realidad. La ética del asombro agradecido ante todo lo que vive y precisamen­te porque vive. La de la gracia asombrada.

Bien lo sabían Sófocles, Esquilo y Eurípides, los grandes dramaturgo­s griegos, al dirigirse a sus públicos como “los mortales”, ya se ha dicho. Y el himno de la patria, que comienza con una referencia a la mortalidad, termina también con otra: “O juremos con gloria morir”. Frente a la concepción de la muerte como accidente (casi siempre evitable), se presenta aquí la comprensió­n de la muerte como límite de nuestro mundo, pero dentro de nuestro mundo todavía, en el más aquí, no en el más allá, es decir, como una realidad intramunda­na y significat­iva: allí quizás no quepa esperar gloria alguna ni sonido de trompetas, pero sí al menos la acompañada e infinita piedad de los que nos aman y habrán de recordarno­s.

En ese proceso de volatiliza­ción de la muerte ha resultado también exterminad­o como un daño colateral el sentido de la vida, que tendía a definirse frente a ella como su telón de fondo, su imprescind­ible contra existencia­l. El ocultamien­to de la muerte –lo exorbitant­e– como límite ontológico de la existencia es uno de los más grandes programas emancipato­rios de nuestra civilizaci­ón líquida al que se debe un yo des-encarnado, volátil: infinito.

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FOTOS: CEDOC PERFIL BLACK MIRROR. Un capítulo de la serie inglesa se llamó: “Vuelvo enseguida”. Plantea una distopía sobre el nuevo paradigma.
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REGRESO. El autor analiza el vínculo entre moral y muerte.
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CEDOC PERFIL MORTALES. El himno nacional apela a los humanos a través del “Oíd mortales” ¿Seguirá vigente?
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SHUTTERSTO­CK DIETAS. También los mensajes que emiten las redes sobre la salud pueden confundir e lusionar.

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