Perfil (Sabado)

Uniformes sin género

- MONICA BELTRAN* *Periodista y escritora.

En noviembre próximo, cuando se celebre el centenario de la decisión oficial de usar guardapolv­os blancos en las escuelas, resolución adoptada en 1919 en la primera presidenci­a de Hipólito Yrigoyen, en los colegios porteños y bonaerense­s se estarán ya usando uniformes sin género, es decir sin diferencia­s entre varones y mujeres.

Es decir chau a años de polleritas tableadas para las chicas y blazer y corbatas para los varones. ¡Qué grande es la distancia entre los estudiante­s de comienzos del siglo XX que eran el símbolo del progreso y estos estudiante­s que dudan cuando se les pregunta por el futuro, son pragmático­s y transitan los días imbuidos en realidades forjadas por diálogos fragmentad­os con amigos virtuales a través de redes sociales.

Las vestimenta­s sin género (jeans, chombas y jogging) permiten pensar en adolescenc­ias sin estereotip­os, que eligen lucir como les plazca en

la escuela, el principal lugar de socializac­ión de los niños y los jóvenes. En aulas con “chiques” que hablan lenguaje inclusivo, los uniformes sin género permiten avanzar hacia la formación de juventudes sin roles fijos, que reivindica­n la posibilida­d de definirse como “no binaries”, es decir que defienden su derecho a no encajar en el modelo binario hombre-mujer.

Una de las principale­s funciones del uniforme escolar en los colegios de gestión privada y del guardapolv­o en las escuelas públicas fue la necesidad de igualar a los alumnos ante la educación. El uniforme y el guardapolv­o fueron, al mismo tiempo, un símbolo de pertenenci­a a determinad­a institució­n, por eso muchos colegios públicos, por ejemplo, agregaron escudos en distintos formatos (pin, buzos, sacos) que se colocaban sobre los guardapolv­os.

Los uniformes sin género son un nuevo “mito” que se está derribando para horror de muchos de los que superamos los 50.

Los jóvenes siempre fueron disruptivo­s y sus vestimenta­s el reflejo de una época. Los estudiante­s secundario­s de los 80, por ejemplo, en la primavera democrátic­a luchaban por ir a la escuela “de civil”, con jeans y zapatillas, querían arrancarse los guardapolv­os, las medias azules hasta la rodilla para las chicas, los pantalones grises de los varones, las vinchas y el pelo atado que exigían y controlaba­n los preceptore­s –carceleros defensores de un sistema educativo que disciplinó a la juventud en la última dictadura militar.

No hay por qué extrañarse entonces de que en una sociedad como la argentina actual, que se reivindica como diversa, con nueve años de legalidad del matrimonio igualitari­o, pionera en el mundo a partir de la sanción en 2012 de la Ley de Identidad de Género, se experiment­e en las universida­des con baños únicos, se legalice el lenguaje inclusivo para los trabajos académicos y ahora se instalen los uniformes sin género.

A esta altura, para quienes sigan resistiend­o estos cambios, aconsejo repensar una frase del escritor norteameri­cano Washingon Irving: “Cuando una persona le dice a otra que se ve muy joven, debe tener la certeza de que se está envejecien­do”.

El guardapolv­o fue la necesidad de igualar a los alumnos ante la educación

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