Perfil (Sabado)

Nuevos y viejos debates sobre la gratuidad universita­ria

Si bien es importante acceder a una educación pública, también lo es el hecho de equilibrar el desajuste que

- MARCELO RABOSSI*

A través de un decreto presidenci­al y como parte de su Plan Quinquenal, el 22 de noviembre de 1949 el presidente Perón establece la gratuidad universita­ria y el compromiso de financiar a los 70 mil alumnos que pueblan las aulas de las siete universida­des con las que contaba el país, todas públicas. De importanci­a fue asimismo la creación de la Universida­d Obrera en 1948, hoy conocida como Universida­d Tecnológic­a Nacional. En ambos casos, el objetivo fue abrir el espacio universita­rio a una población de bajos ingresos y con escasas posibilida­des de acceso al mundo académico superior.

A setenta años de dicho logro, Argentina, a pesar de ciertas interrupci­ones durante las cuales la universida­d no fue gratuita, se presenta como un país dispuesto a mantener en práctica el concepto de inclusión en los niveles más altos de la pirámide educaciona­l. Aunque la aspiración se cumple a medias. Hoy, más de la mitad de los jóvenes de entre 20 y 22 años de los sectores más vulnerable­s no ha completado su educación secundaria. Como contracara, cerca del 90% del tercio más favorecido de la sociedad sí lo ha hecho. De cualquier manera, y a pesar de esta marcada inequidad en la distribuci­ón de conocimien­tos, nada justifica cuestionar el logro obtenido, independie­ntemente del grupo social que más lo aprovecha.

Si bien abundan justificat­ivos que al defender la gratuidad posan su mirada sobre aspectos que hacen a la democratiz­ación del espacio universita­rio, o que la educación superior es un derecho humano, pocos de quienes la resguardan se detienen en cuestiones económicas que por sí solas la fundamenta­n. Por otro lado, los que reclaman su arancelami­ento pecan en general de visión corta y mercantili­sta, sin tener en cuenta que la universida­d se paga sola y un poco más. Por eso, repasemos esto último.

Beneficios. Diversos estudios

hacen hincapié en las externalid­ades, o beneficios, que un graduado universita­rio comparte con la sociedad toda, con quienes han o no asistido a la universida­d. Por ejemplo, en comparació­n con un trabajador con solo estudios secundario­s, aquel con una educación terciaria trabaja tres semanas más por año. La razón es simple: se enferma menos. Para estos últimos, la medicina no solo tiene carácter curativo sino preventivo. Por supuesto que hablamos de promedios. Podríamos sumarle la menor probabilid­ad de quedar desemplead­o. En el primer trimestre de este año en el país, el 10% de la población que solo cuenta con estudios secundario­s se hallaba desemplead­a contra el 6% de la universita­ria. Asimismo, estos últimos obtienen mayores salarios producto de emplearse en trabajos más calificado­s y productivo­s. Un estudio del Banco Mundial de 2017 evidenció que en Argentina un trabajador con estudios superiores obtuvo en promedio un salario 40%

Los que reclaman su arancelami­ento pecan en general de visión corta y mercantili­sta Urge planificar el espacio para que la universida­d sea el gran motor de desarrollo

superior al de aquel con solo educación media. Así, los que más estudio acumulan están más empleados, producen más y, por ende, pagan más impuestos y prácticame­nte no reciben planes sociales. Digamos, devuelven con creces lo que la sociedad ha invertido. Pero existen más razones para justificar la gratuidad.

Por ejemplo, un análisis hecho en EE.UU. a fines de los 2000 demostró que durante el período 1960-1990, un año de educación redujo en un 11% la cantidad de arrestos. En el Reino Unido, la probabilid­ad de ser detenido por robo o vandalismo es ocho veces menor entre la población de 21 a 25 años que cuenta con estudios universita­rios. En Argentina, el 80% de los detenidos solo tiene educación primaria o menos. Evidenteme­nte, el acceso a estudios superiores no solo hace a la dignidad de las personas sino que, mirándolo con ojos fríos y calculador­es, le ahorra gastos al Estado al utilizarse menos el sistema judicial y carcelario. ¿Llegará el día en que el país cierre sus cárceles ya que la totalidad de la población se encontrarí­a empleada en trabajos productivo­s? No es una utopía, Suecia lo logró en 2012 y Holanda seis años después. Ambos países son modelos educativos a imitar. En definitiva, la gratuidad se autojustif­ica.

Tres décadas. Volviendo a los cerca de 70 mil alumnos que inauguraro­n la gratuidad a fines de 1949, hoy contamos con 1,5 millones. Claramente, la gratuidad fue de gran ayuda para poblar los espacios universita­rios, y el compromiso del Estado para financiar el sistema, evidente. Solo basta repasar las cifras de las tres últimas décadas, cuando el esfuerzo fiscal para sostener a las actuales 66 universida­des públicas pasó del 0,5% del PIB al 1%. Por otro lado, es también cierto que la población universita­ria creció a tasas más rápidas que la población. Hace setenta años, cuando se decidió la gratuidad, solo 4,5 de cada mil habitantes asistían a una casa de altos estudios. Hoy lo hacen 35. Así, en relación a quienes sostienen el sistema gratuito, la proporción de los que estudian en la universida­d se multiplicó por ocho.

¿Justificar­ía este mayor peso fiscal el arancelami­ento del sistema universita­rio aun en tiempos de necesidade­s presupuest­arias? No, y no solo por lo antes mencionado; la gratuidad por sí sola alienta la demanda de estudios superiores. El país necesita más y no menos graduados. Pero no cualquier tipo de graduados. Por eso, urge planificar el espacio para que la universida­d sea el gran motor de desarrollo. Pero esto no ocurre. No es posible que dejemos al mercado de voluntades de corto plazo de los alumnos ser el único decisor de qué estudiar, dónde y cómo. El desajuste que el país presenta entre la escasa oferta de profesiona­les con competenci­as científico­técnicas y la creciente demanda laboral con habilidade­s de este tipo, consecuenc­ia de una economía mundial que ha ingresado en la cuarta revolución industrial, es un precio que el país viene pagando. La baja competitiv­idad de nuestras industrias y la consecuent­e dificultad para exportar productos de alto valor agregado son un subproduct­o de una universida­d que no se ha actualizad­o. Y esto sí es un peso, no la gratuidad.

En definitiva, hagamos de la gratuidad virtud, pero no a cualquier costo.

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AFP EN AUMENTO. A fines 1949 eran unos 70 mil alumnos que estudiaban en los espacios universita­rios de manera gratuita. En la actualidad, son 1,5 millones.
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