El terror sano que no busca ser franquicia
Los tres libros originales de Alvin Schwartz llamados Historias de miedo para contar en la oscuridad eran una mezcla entre barata, sentida y devota de relatos de terror masticables y otros que habían perdurado en la Norteamérica rural. Aquí, en su adaptación al cine, el director de Trollhunter, una de esas películas alternativas que entienden todo el cine que masticaron en VHS y que lo sueltan cual ráfaga de fuego casero pero intenso, André Øvredal, se une a Guillermo del Toro, quien a esta altura es casi el embajador de los monstruos sin marketing (o con todo el marketing que puede darle su nombre, su producción y su participación en el guion). Aquí se toma la idea del libro, para generar un relato centrado en dos figuras modernas, o recicladas recientemente: el cuento de adolescentes en plena etapa de ebullición (aquel iniciado otra vez con Super 8 y que Strangers Things llevó a las remeras) y la idea de un fantasma que altera el mero molde del espectro castigado (aquí para generar una figura de una mujer abusada como vengadora). En todo caso, el gran acierto de Øvredal es su relajo, su forma de ser clásico, o simple, o hasta torpe de modos que se vinculan con un cine menos ambicioso, más fascinado por el susto y por ser un buen relato concentrado antes que por desesperadamente tirarse sobre sus espaldas y pedir que le rasquen la pancita de la franquicia, vicio insoportable del Hollywood en la era de las propiedades intelectuales.
Aquí la historia se ubica en los años 60, con Nixon elegido presidente de fondo, generando el trazo más gordo del film con esa alegoría sobre el nacimiento del mal (siempre, claro, pecando de inocencia). Pero por fuera de esa herida pequeña, lo mejor del film es su capacidad casi de relato adolescente literario de generar ambientes, de confiar en partes iguales en el relato oral (las historias de miedo se escriben en un libro de forma automática, sin que nadie pueda frenarlas) y la ilustración de ese relato, en la inevitable muerte que el género adora y es su mejor tic. Ahí es definitivamente donde la película gana por entender cómo construir una escena, por tener –como del Toro– un sentido sabio, cinéfilo y que parece instintivo de cómo crear una escena cool desde el montaje, desde aquello fácil de predecir pero que igual toma vuelo y roba sustos.