Y UN DIA SE ACORDARON QUE ESTABA
Esta región del sudoeste de Francia pasó de ser patito feo a niña mimada. Para un tercio de los franceses es el lugar en donde quisieran vivir. Para los turistas, un encuentro bucólico con vinos potentes mientras se recorren muros medievales.
Cuando, en 1854, el francés Gustave Courbet pintó La playa de Palavas, esa costa pálida y vacía de Languedoc, al sur de Francia, no parecía tentar a nadie. Casi dos siglos más tarde, la región protagoniza uno de los mayores crecimientos demográficos de ese país, sobre todo por la migración interna. Y el fenómeno francés de los que buscan una mejor calidad de vida en contacto con la naturaleza se proyecta imparable, ya que se cree que en diez años más vivirán en este segmento del sudoeste de Francia más de 3 millones de personas.
El auge inmobiliario de los años 1945 a 1975, época a la que los franceses llaman Les Trente Glorieuses (Los Treinta Gloriosos), cuando la economía del país prosperaba después de la Segunda Guerra Mundial, hizo reaccionar al gobierno del presidente Georges Pompidou. Enojado al ver que tantos galos iban a España a pasar sus vacaciones, creó planes de nuevos resorts en la costa de Languedoc, en particular La Grande Motte y Cap d’Agde. Así fue como se levantaron bloques de condominios vacacionales y hoteles de concreto pintados de blanco con precios accesibles que dieron a las costas de Languedoc una reputación que dista de ser glamorosa. Sin embargo, la llegada de los hermanos Costes con su hotel Plage Palace (300 euros la noche) a la población costera de bajo perfil llamada Palavas-lesFlots, ocho kilómetros al sur de la estación de tren de alta velocidad (TGV) de Montpellier, confirma el futuro ascendente de la zona. Palavas-les-Flots se
encuentra al otro lado de un puente que conecta el continente con una isla larga y estrecha que cuenta con una serie de lagunas en su costa norte y el Mediterráneo en su lado sur. Así que lo primero sería salir a descubrir el atractivo de la costa de Languedoc para entender por qué atrae tanto. Tras conducir 19 kilómetros al Este, pasé por La Grande Motte y llegué a Aigues Mortes, una ciudad medieval amurallada rodeada de marismas y salinas. En 1240, el rey Luis IX ordenó la construcción de un puerto en lo que entonces era un pueblo de pescadores y recolectores de sal que serviría como punto de embarque de las tropas francesas que se dirigían a las cruzadas en Tierra Santa. Su hijo Felipe III ordenó la construcción de murallas de piedra que rodearan por completo la ciudad, y hoy en día esas formidables fortificaciones son un monumento histórico de Francia.
Disfruté de la brisa de mar y las maravillosas vistas de la ciudad, los pantanos circundantes y las salinas de color rosa vivo durante un paseo tranquilo de una hora por los terraplenes, mi única compañía era alguna ruidosa gaviota que de vez en cuando sobrevolaba por encima de mi cabeza.
Desde Aigues Mortes, regresé unos cuantos kilómetros a la pequeña localidad costera de Le Grau-du-Roi, el segundo puerto pesquero francés en el Mediterráneo. En Le Vivier, un restaurante en el casco antiguo, disfruté un menú que tenía un precio fijo de 24 eu euros, compuesto por camarones locales y rouille gaulenne, un suculento estofado de pulpo y papas servido con mucha mayonesa de ajo, una especialidad local. Degusté esta comida económica con un vaso de vino blanco Picpoul de Pinet, procedente de Languedoc. Cuarenta minutos al oeste de Palavas-les-Flots, se construyó en 1666 la antigua y fortificada ciudad portuaria de Sète, para fomentar el comercio en el Canal de los Dos Mares, que hoy es más conocido como el Canal del Mediodía (conecta el Mediterráneo con el Atlántico a través de una vía fluvial). El puerto floreció después de la conquista francesa de Argelia, en 1830. Los alrededores de Sète son arenosos e industriales, pero el centro de la ciudad, de tonos ocres, construido sobre una serie de canales, tiene un encanto que se remonta al siglo XIX, tal como lo demuestra Le Grand Hotel. Sète, conocido desde siempre por sus tieilles –tartas rellenas de un ragú de pulpo en una salsa de tomate picante–, también se ha convertido recientemente en una ciudad donde la gastronomía es importante. Comí un almuerzo rápido,
pero delicioso de merlán frito y panisses (buñuelos fritos de garbanzo) en Fritto, y me fui a toda prisa al Muelle de la Resistencia para ver las justas en el canal.
El primer torneo de justas en Sète tuvo lugar el 29 de julio de 1666, para celebrar la construcción del puerto. Originalmente, en los torneos se enfrentaban jóvenes solteros en un bote azul contra los hombres casados en uno rojo. Antes del inicio del torneo, los participantes en la justa desfilan con un oboísta y un tamborilero que tocan la melodía tradicional de las justas. Luego, comienza la batalla, con los contendientes utilizando sus lanzas para tratar de hacer que sus oponentes caigan al canal. En Sète, las justas tienen lugar de junio a principios de septiembre, y el calendario de torneos está disponible en la oficina de turismo.
Al día siguiente, el recorrido en auto de Sète a Marseillan, a lo largo de la laguna de Thau en un camino enmarcado por plátanos, fue bucólico. Me había impuesto la misión de devorar una docena de ostiones del restaurante Le Saint Barth, en las afueras de Marseillan. La sencilla cabaña donde
sirven mariscos a la orilla del mar está a cargo de la familia Tabouriech (que cultiva los carnosos ostiones, ricos en yodo, que muchos consideran los mejores de Francia), en la base del muelle de madera adyacente al restaurante. Después del almuerzo, hice una visita guiada a las cuevas Noilly Prat, en Marseillan, donde se encuentra un fabricante de vermut desde 1855. Noilly Prat está hecho de uvas blancas –Picpoul de Pinet y Clairette–, cultivadas en los viñedos que rodean la ciudad. La interesante visita concluyó con una degustación de los cuatro vermuts que producen: vermut seco original francés, Noilly Prat rojo, Noilly Prat ámbar, y Noilly Prat extra seco, que se producen principalmente para los amantes de los cocteles de América del Norte. .
Ya algo entonado, me dirigí al casco antiguo de Marseillan hasta el B&B de cinco habitaciones en la calle Galilea, donde descubrí uno de los hoteles pequeños más agradables que he encontrado en Francia. Esta antigua casa de piedra con persianas de madera de color azul y geranios rojos pertenece a un sueco, Janne Larsson. El abundante desayuno estilo escandinavo, que incluía arenque y salmón ahumados en casa, servido la mañana siguiente, también fue excelente.
A 14 kilómetros al sur de Marseillan, Le Cap d’Agde es el último gran complejo de playa en este tramo de la costa y fue desarrollado en la década de los 60 dentro de los planes de desarrollo estatal en la zona. También cuenta con una de las mayores colonias nudistas en el país. Dado que decidí ahorrarles el mal trago de mi presencia corpulenta, en la vecina Béziers terminé mi viaje a regañadientes y subí a un tren TGV con dirección a París, mi casa.