Perfil (Sabado)

Postales románticas

- RAFAEL SPREGELBUR­D

Hablemos de otra cosa. Dado que los informes de expertos son por lo menos contradict­orios, prefiero poner en suspenso toda inferencia que será anticuada para cuando esta columna se publique.

Los trabajador­es de la cultura estamos tan golpeados como todos. Es una reclusión que afecta no solo a nuestra salud psíquica sino sobre todo a nuestros bolsillos. Si no hacemos funciones, no cobramos. Si no seguimos filmando, no cobramos.

La AFIP no espera. ¿Es una política de guerra, como llegó a afirmar Macron en Francia? Ojo que tales afirmacion­es no son gratis: en las guerras, quienes financian a vencedores y a vencidos son los ciudadanos de a pie, a costa de impuestos onerosos o de su propia sangre. Como todos, me pregunto: ¿quién paga el alquiler o las cuotas de quienes no tendremos trabajo por un tiempo indetermin­ado? Una frase escrita en una sábana que pende de un balcón desata la polémica: “La romantizac­ión de la cuarentena es privilegio de clase”. Ambos extremos del debate tienen su razón. Pienso que se dan, en situacione­s excepciona­les, violentos y fugaces sacudones en los modos de pensamient­o colectivo.

Mientras escribo sobre unas imágenes, aprovecho para entrar en la web del Museo Nacional de Bellas Artes, buscando ver sin estar. De yapa quizás pueda agrandar el píxel (cosa que en la pintura real no podría hacer) y ver detrás del trazo. Pero me pierdo deambuland­o de una imagen a la otra: es un paseo como un Arca Rusa, pero de Schiaffino­s y de Cándidos. Las representa­ciones, que hoy duermen a oscuras, nublan sus sentidos cuando nadie las interroga. Achino los ojos. La mayoría de los paisajes del siglo XIX me aburren si no me los explican. ¿Qué hay para explicar en ellos? Mucho y muy curioso. Parece que en algún momento álgido y confuso de la Revolución Industrial los pintores de vanguardia decidieron, como Corot, subvertir el orden del progreso que dictaba el imperativo de las ciudades y las fábricas y plantar sus caballetes frente a paisajes idílicos, con suaves ríos y colinas delicadísi­mas. Había que pintar dejándose penetrar por el ambiente: era la negación del lucro y del progreso. En estos paisajes, también “romantizad­os”, hay una resistenci­a visceral al statu quo. Claro que esa interpreta­ción nos es algo esquiva. Lo que vemos en primer lugar son nubes felpudas, pinos esfumadito­s, arroyos pacíficos. Vemos también privilegio de clase: el obrero no sale de la ciudad para pintar lo otro ni para respirar el aire libre.

Una imagen no es solo aquello que revela; está allí para obturar un agujero enorme. Queda aprender a ver qué ocultan –siempre– las imágenes. Eso que tachan es lo que les da razón. Salgo del museo virtual estimulado. Veo las calles (no del todo desiertas) afectadas de síntomas. Y traslado el mismo procedimie­nto visual. ¿Qué es lo que no estamos viendo para poder ver lo que al ojo se le antoja como natural?

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