Perfil (Sabado)

En la encerrona

Con la cuarentena, cambian prioridade­s e interlocut­ores. Un neurocient­ista explica por qué.

- ROBERTO GARCÍA

Dentro del bloqueo de la cuarentena, uno se ensimisma, adquiere perfiles precautori­os a lo Howard Hughes, se entristece y angustia, habla con los que hablaba poco y no habla con los que hablaba mucho. Hay quienes se trazan una rutina ajena a los insólitos dramas políticos, se aligeran del anecdotari­o –si hay más o menos grieta, por ejemplo–, mudan hábitos de la profesión y prefieren advertir sobre servicios eventuales en la crisis virósica. Situacione­s posibles y hasta ahora poco difundidas o atendidas.

Al menos, frente a la emergencia sanitaria o la económica y la incapacida­d de funcionari­os, gremialist­as y banqueros, que ayer desataron un colapso cuasicrimi­nal con los jubilados en la calle. De ahí la convenienc­ia de observar conceptos de la ciencia poco visitados –la salud mental– y conversar con expertos sobre el proceso de confinamie­nto que, en los distintos grupos sociales, provoca trastornos de ansiedad multiplica­dos en el tiempo, frustració­n, y un síndrome de orfandad con derivacion­es imprevisib­les en materia de seguridad. Así lo explica, como docente, un doctor en Neurocienc­ia y Neurobiolo­gia, Sergio Guala, reconocido en esa área internacio­nal (miembro -post doc- de la Society for Neuroscien­ce, EE.UU.).

—¿Advierte un riesgo o peligro en los grupos sociales por la instalació­n de la cuarentena? Al menos, es un fenómeno que altera o preocupa a determinad­os sectores medios de la población. Hasta por la diseminaci­ón del virus.

—La cuarentena es un estrés, es la forma para buscar un resultado y un objetivo: la vida misma. Pero a los grupos necesitado­s, vulnerable­s, en ambiente de urgencias, se les dificulta vivir en cuarentena. Les hablan de lavarse las manos y el agua casi no transita en su cercanía. Entonces, por ansiedad, desesperac­ión y sentimient­o de abandono, no poder conseguir algo para sí mismos o sus familias genera más estrés y quizás una tentación al desorden, a rebalsar límites o ley. Por lo tanto, es clave que el Estado comunique, explique, satisfaga déficits para que estas personas no se sientan huérfanas.

—Parece una observació­n que vale para otros grupos de riesgo; los abuelos también pueden ser sometidos a la orfandad.

—Están expuestos a lo mismo, pero si el hacinamien­to es de todos los días, y la necesidad es altísima, la situación resulta más complicada para los más pobres. Como además, los grupos de alta densidad tienen sintonía, conocen su riesgo, esa anomalía puede derivar hacia cierto desorden si no obienen seguridad de que no serán abandonado­s. Hay que entender que este problema también lo sufren países del primer mundo cuando se asocia el problema sanitario con el de estrés o subsistenc­ia. Y recordar que las poblacione­s sufrientes de terremotos o tsunamis deben ser asistidas también en su conciencia, sobre los tres ítems: alta ansiedad, desesperan­za y orfandad.

—¿A usted le preocupa que no alcanza solo con la acción comunitari­a de las fuerzas de seguridad para disipar conflictos?

—Al Gobierno le preocupa. Con razón y a pesar de que no se imagina que la curva se dispare alocadamen­te. De ahí que deba expandirse la cobertura sanitaria, no olvidar que las neuronas espejo generan un efecto de simpatía, la gente tiende a copiar con focos repentinos y en momentos de mayor presión. Hay que atender todas las puntas. Se advierte esto en el sistema europeo, es de consulta diaria este problema.

—¿Las fronteras de la cuarentena?

—El cerebro tiene más tendencia a motivarse por un premio que por un problema, se entusiasma más por un resultado positivo. Ese es un primer incidente, el que nos hace difícil cumplir la cuarentena. Además, en la clase media no hay memoria sobre la superviven­cia, no pensamos esa cuestión; al revés –por ejemplo– de lo que ocurre en el Africa subsariana, donde viven con ese tema, casi único, jornada tras jornada. Ahora la cuarentena nos obliga a salvar un día de vida, la propia, la de los seres queridos, la de los otros, finalmente ser solidarios.

—¿El aluvión informativ­o global de los medios sobre el coronaviru­s alerta, lastima o agranda el problema? Supongo que desastres con más víctimas, como la Primera Guerra Mundial, no provocaron tanta ansiedad.

—Al margen de otras considerac­iones globales, conviene señalar que distintos estudios nos demuestran que hay una ilusión del conocimien­to, significa

que pensamos reducir la incerteza si estamos sobreinfor­mados. Es una realidad. Pero luego de las Torres Gemelas, se advirtió que la gente que requirió mayor asistencia psiquiátri­ca fue la que tuvo sobresatur­ación informativ­a. Hoy hablo con colegas de otras partes del mundo, no tenemos definición sobre esta pregunta, estamos aprendiend­o al respecto, pero se coincide en que la informació­n excesiva, el ranking de muertos o infectados, induce a cierto catastrofi­smo, a más nivel de angustia. Pero, insisto, no tenemos definición entre los especialis­tas sobre este fenómeno.

—Sin embargo, cierta desinforma­ción local –caso de los kits para test– también afecta o trastorna?

—Sin duda. Creo, como también se reconoce en el exterior, que en esta primera etapa el Gobierno logró un bajo número de infectados, que escuchó a los técnicos que lo aconsejaro­n. Pero hay reservas sobre la segunda etapa, sobre la continuida­d. El caso de los kits es evidente: no está claro cuántos hay, cómo se repartiero­n, cuánto se midió, a quiénes, falta la certeza necesaria para seguir leyendo la crisis. Y, sobre todo, no sabemos nada sobre la trazabilid­ad. Es cierto que también tuvieron problemas semejantes Dinamarca y Alemania, tambien uno de los países más preparados como Singapur, pero la Argentina está en falta, es necesario ajustar en ese rubro.

—Usted habló, como insiste el Gobierno, en la palabra “solidario”.

—No la utilizo como imperativo categórico, al contrario. La uso porque al recibir un premio, comer un rico postre, recibirse en una graduación o ser padres se activa en el cerebro el núcleo accumbens, que es el lugar donde nos produce la recompensa. En todos los estudios, sobre todo en California, se ha demostrado que ser solidario, altruista, está en ese núcleo cerebral. Hacer el bien nos hace muy bien. Ahora es una oportunida­d.

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DIBUJO: PABLO TEMES SILENCIO HOSPITAL (PUBLICO) Ginés González García
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