Perfil (Sabado)

Ponge y el jabón

- FABIAN CASAS

Mientras Zizek y Byung-chul Han se pelean por conseguir la matrícula individual de la vacuna teórica que explique al Covid-19, los días que corren en los que todos tratan de lavarse las manos con jabón, me hicieron recordar un librito genial de Francis Ponge: El jabón.

Ponge había quedado aislado durante la Segunda Guerra Mundial con su mujer, eran enlaces de la resistenci­a francesa. Las cosas escaseaban durante la guerra, y entre ellas, el jabón. El que se conseguía era nimio y duro, como una piedra pómez. Entonces, sintiendo nostalgia del jabón de antaño, Ponge se puso a escribir un librito donde trataba de enjabonar su poética. Siempre de parte de las cosas, Ponge habla del jabón en poemas prosaicos, escribe pequeñas obritas de teatro entre el jabón, la esponja y una canilla. Hace que el jabón, ese objeto que desaparece bajo el agua y entre nuestras manos, se vuelva otra cosa.

“Observemos, pues, el comportami­ento del jabón en el fondo de una cantidad de líquido cuando, por olvido o inadverten­cia, su dueño lo ha abandonado. Constatamo­s enseguida que no lo resiste bien, que se deshace casi inmediatam­ente. Pero casi al mismo tiempo tendremos que constatar que también ahí da muestras de una dignidad bastante particular. Antes que dejarse rodar por las aguas, como los guijarros, las piedras naturales, el jabón prefiere fundirse instantáne­amente. Y ¿por qué tendría que pasarse la vida dejándose sobar unilateral­mente por las olas, cuando sabe y tiene conciencia de formar un ménage à trois, de formar parte de un trío, y solo representa su parte a gusto y con brío en esas condicione­s?”.

Después de leerlo es difícil volver a verlo y tocarlo sin saber que está vivo. Eso hacen los grandes poetas, les dan a las cosas del mundo otra oportunida­d. Yo recuerdo el jabón inmenso que tenía mi mamá en la pileta del patio de casa, un jabón blanco y grueso para lavar la ropa. El mismo que a veces usaba para bañarnos, diciéndono­s que era muy bueno para la piel. Recuerdo también un jabón azul, delgado, pero –como dirían los catadores de vino– con gran cuerpo: era para desinfecta­r y lo usaban en mi escuela primaria. También estaba el jabón de tocador, un jabón vanidoso y resbaladiz­o, que solía generar una espuma contundent­e. Mi padrino, a veces, en los mediodías, solía embadurnar­se la cara con ese jabón para después afeitarse con una navaja de metal que brillaba cuando era tocado por un rayo de luz.

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