Perfil (Sabado)

Toma de tierras, no: recuperaci­ón

- GUIDO L. CROXATTO* Y VALERIA VEGH WEIS** *Director del Instituto Latinoamer­icano de Criminolog­ía y Desarrollo Social (Incrides). **Becaria Humboldt en Alemania. Subdirecto­ra (Incrides).

Si hay algo que aprendimos con sangre en la región, es la ineficacia profunda de las respuestas punitivas a los conflictos sociales. Ver chicos en un desalojo, con carpas quemándose en la noche entre lágrimas y forcejeos, con gente que agarra sus cosas como puede, es un escenario penoso y ruin para cualquier República. La rápida defensa de la Iglesia de la propiedad privada también llama la atención porque es una institució­n centrada en la defensa de los derechos sociales, esto es: los derechos de los sectores más vulnerados, mal llamados “vulnerable­s”. Ya están vulnerados. Necesitan una reparación urgente. Necesitan derechos. No balas de goma. No palazos.

No se trata de escoger un derecho u otro. Hay un derecho a la propiedad y uno a la vivienda digna. Ambos derechos merecen respeto y ambos tienen jerarquía constituci­onal. No uno sobre otro, sino los dos. Pero la “toma” que significó la conquista de América, avalada por la Iglesia, también significó un robo masivo y criminal de tierras. Una usurpación “originaria” y primigenia, que arrasó con los primeros “dueños” de este suelo. El equilibrio no es sencillo en países como el nuestro, donde más de la mitad de los chiques son pobres y viven la experienci­a infame de ser desalojado­s por la fuerza de un pedazo de tierra.

Los derechos de los niñes tienen prioridad absoluta por sobre la propiedad y cualquier otro interés privado. Deben ser escuchados. Pero su voz está ausente.

La Iglesia ha pedido perdón muchas veces a los pueblos originario­s por los crímenes de la conquista. Pero esas consecuenc­ias aún se perpetúan.

Hace unos pocos días un grupo de jóvenes hizo en Guernica una obra de teatro (La propiedad es la maldición de la hermandad, de Norman Briski, ilustrada por Rep), donde no se hablaba de toma, sino de recuperaci­ón de tierras. Donde muchos insisten en poner balas y palos, otros ponen cordura y afecto.

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