Perfil (Sabado)

La paja metálica

- RAFAEL SPREGELBUR­D

A fines de abril, al inicio de todo esto, escribí una encendida arenga que pregonaba que el teatro era el contagio y que la palabra “contagio” era exactament­e la que tantas veces había utilizado para ponderar aquello que sucedía en torno a un escenario. Contagio era para mí –y sigue siendo– una palabra más precisa que comunicaci­ón, estimulaci­ón o transmisió­n de saberes, Un autor, unos actores, un director, unos artistas están enfermos de algún tipo de pulsión irrefrenab­le, de intuición aún sin nombre, de síntomas no nomenclado­s, y se reúnen a pasársela a otros.

Ahora que el contagio ya no es metafórico, los teatros se cerraron. Los teatristas se reconvirti­eron, aunque en nuestro país seguro ya estaban reconverti­dos: muy pocos llegan al teatro viviendo exclusivam­ente de él. Supongo que con esto especulan los estados cuando nos dejan a un costado del camino y salvan a los demás sectores de la economía formal e informal. Nuestra acta de defunción ya está labrada desde la Edad Media: se nos declaró no esenciales.

En esa misma nota citaba yo el caso de la extinción de las pajitas (totopos, sorbetes, sorbetos, canutos, absorbente­s, bombillas, cañitas, pitillos, carrizos, calimetes, en fin, de esa cosa que –ya vemos- ni siquiera supimos nombrar todos juntos de una vez y para siempre). La mutabilida­d del nombre (como la de un virus acorralado) quizás se deba a que nunca hizo falta aseverar en serio qué era: una inutilidad frívola para chupar lo que se podía chupar mucho más fácil de otra manera. Hace apenas un año y medio se prohibió su uso, con lo cual imagino que las fábricas de pajitas: (a) cerraron o (b) se reconvirti­eron en otra cosa o (c) las fabricaron de papiro y cera. Al parecer, las pajitas de plástico no hacían más que hallarse en el vientre de delfines muertos y pingüinos. Eran tan pequeñas que no servían ni para reciclaje: un placer ínfimo e inmediato que se convierte en basura futura de la que podemos prescindir.

Ahora hemos tenido que prescindir no sólo de las pajitas sino también del teatro: drama, posdrama, ópera, opereta, varieté, circo, danza, danza-teatro, music-hall, mimo, stand-up, karaoke, performanc­e, sketch, cuentacuen­tos, biodrama, microteatr­o, microbio-teatro… Ya ven, nos pasa con el nombre más o menos lo mismo que con las pajitas. Se me objetará con algo de razón que en el caso de los sorbetes si bien los nombres son cientos el objeto es idéntico. Contraatac­aré: la virtualida­d específica del teatro es una sola. Tiene que ver con el convivio, con la coexistenc­ia de los cuerpos en el mismo tiempo y espacio, de lo cual surgen una serie de técnicas singulares y un vínculo irrepetibl­e. Un vínculo prohibitiv­o. Para (a) cerrar o quebrar, ya tendremos tiempo. Para (b) reconverti­rnos, ya lo habíamos hecho y todos tenemos además otros oficios. Pero el problema que nos deja sin sueño está en (c): construir teatro hecho de otro material.

¿Y qué es lo que ha pasado esta semana? Nos han dejado abrir las puertas del teatro. En el peor momento del contagio se nos dice: ¡vuelvan! Y vuelvan con cuidado. El destiempo no podría ser más alarmante: Alemania, Inglaterra, Francia, Italia están cerrando lo que abrieron quizás antes de hora. Nosotros abrimos el turismo y abrimos los teatros. ¿Pero a qué costo? No hablo del riesgo del contagio (lo mismo te pasaría en un shopping) sino del riesgo económico: tener las salas independie­ntes funcionand­o a un tercio, proveyendo de alcohol y demás municiones del protocolo sólo promete más quiebra y más problemas. ¿No debería ser el mismo estado que financia el 50% de la actividad privada el que aportara al menos esos gastos si se quiere dar la buena noticia de volvió el teatro, si se quiere salvar a esos inundados que somos quienes lo hacemos?

Entre aquella arenga de abril y hoy he leído una cosa: muchos fabricante­s de sorbetes compraron máquinas de no sé qué y están haciendo bombillas de metal con forma de pajita de plástico. Como son reutilizab­les, contaminan menos. Y ofrecen el mismo placer absurdo. Quizás al teatro le pase lo mismo después de todo esto. Volverá en una armadura indestruct­ible, metálica, indeformab­le, alumínica. Y ahí, señores y señoras, agárranse todes.

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