“Todos los partidos son amanuenses de los grandes capitales”
El verdadero dilema social no es la adicción a las redes, para lo que hay rehabilitación, sino una cultura colonizada por el mercantilismo y la ideología.
Constitucionalista, docente universitario y flamante político, pertenece al partido de Guido Manini Ríos, un militar polémico, nacionalista y conservador. Sin embargo, expresa convicciones que incomodan al sistema uruguayo y, ahora, a la Argentina.
En el Uruguay ocurre una cosa curiosa. Así como es difícil que un colorado no vote al Partido Colorado y que un frenteamplista no vote al Frente Amplio, un blanco puede perfectamente no votar al Partido Nacional. Porque blanca es, ante todo, una persona para la que el ejercicio de la libertad, incluyendo la necesidad de expresar una serie de convicciones que muchas veces son políticamente incorrectas y contraculturales, es tan sagrado como el Estado de derecho, la desconfianza en las corporaciones y la fe en el individuo. Y extrañamente, el diputado con mayor aceptación popular del frontalmente derechista Cabildo Abierto es blanco.
Republicano contumaz, ecologista fervoroso, profesor agregado de Derecho Constitucional de la Universidad de la República, el segundo grado más alto en la escala académica, Eduardo Lust reivindica la épica blanca, “la historia del derrotado, del héroe de la tragedia griega que, gracias a que luchó, consiguió cosas muy valiosas para su país”. Y contradice algunos de los postulados más controversiales del partido al que pertenece, aunque por más que el líder de Cabildo, el general retirado Guido Manini Ríos, lo mire muchas veces de reojo, también le da libertad para decir y hacer lo que quiera. Lo cual puede obedecer a múltiples razones, probablemente la más importante de las cuales sea la brillante estrategia jurídica que Lust trazó para que Manini pudiera seguir siendo senador, en medio de una ardua batalla con un
Cree que la instalación de la pastera finlandesa UPM es un auténtico “crimen ambiental”, y la “peor estafa de la historia”
sector del Poder Judicial.
Pero los hechos son claros. Mientras muchos de los miembros de Cabildo Abierto son nostálgicos de la dictadura, Lust la critica abiertamente y expresa su simpatía por Wilson Ferreira Aldunate, uno de los políticos que más la combatieron. Mientras Manini pide que se reinstaure la Ley de Caducidad, que permitiría que los crímenes del régimen quedaran impunes, Lust asegura que es una suerte que la Suprema Corte la haya declarado inconstitucional, en sus clases enseña que “es una mancha para el Derecho uruguayo”, y sostiene que “desprecia” a los militares que violaron los derechos humanos.
Y mientras otros legisladores de Cabildo acompañan orgánicamente a la coalición multicolor encabezada por el presidente Luis Lacalle Pou, Lust no tiene ningún problema en interpelar a varios ministros del gobierno por lo que considera un auténtico “crimen ambiental”, además de “la peor estafa en la historia”: la instalación de la gigantesca planta de celulosa UPM –una empresa finlandesa que según él “gobierna el Uruguay”– y del tren que cada día trasladará 43 mil litros de ácido y otros productos tóxicos, y que al país le costará más de dos mil millones de dólares.
Títeres de un mundo ajeno. Son las 18.30 de un martes inusualmente radiante en Montevideo, y en esta tarde bella y tranquila el Palacio Legislativo impone la majestuosidad de su silencio.
El doctor Lust (Paysandú, 1959) espera a PERFIL en su despacho, con la Constitución como tratado filosófico y biblia laica de trasfondo. Pero antes de expedirse sobre asuntos políticos y silvestres, habla de la importancia de la filosofía y del modo en que lo influyó la visión que sobre “el mejor de los mundos posibles” en que vivimos tuvieron, con sus matices, Leibniz y Popper. Aunque inmediatamente matice aquel optimismo: “Uno de los problemas mayores de la humanidad es saber por qué hay tantos pobres en un mundo que es rico y al que le sobra todo. Y lo que yo sostengo es que este gobierno, el anterior y el que viene son funcionales a un tipo humano que se ocupa de la información, de la economía y de la educación, y cuya religión es la desmesura y el crecimiento interminable. Quizá por eso, tal vez sin saberlo, Mirtha Legrand haya dicho una genialidad filosófica cuando, consultada respecto a la razón por la cual presuntamente dejaría los almuerzos, contestó: ‘Porque soy una estrella de la televisión, y las estrellas de la televisión firmamos los contratos con los dueños de los canales, pero yo no sé quién es el dueño de Canal 9. Sé que hasta el año pasado era Alejandro Romay. Ahora es un grupo. Y con un grupo yo no firmo”.
Lejos de la corrección política, el abogado clava la daga: “A los gobiernos les interesa
“Hay que distribuir la riqueza existente, no repartiendo canastas, sino haciendo cosas productivas con el dinero del Estado”
que haya gente pobre y, por lo tanto, menos educada y más sumisa, pero con un entretenimiento al alcance de la mano, que antes era el circo y hoy es el fútbol. Entonces, ¿cómo rescatás la educación en un universo complejo, atravesado tan profundamente por las drogas? Leyendo a los antiguos, a Sigmund Freud, a Carl Jung, y educando en valores muy sencillos: amar al prójimo, ganarse el pan con el sudor de la frente y respetar a los ancianos. Eso enseñan las religiones. Olvidate del dogma del cristianismo, que lo inventaron en Nicea en el año 325 después de Cristo, en una ciudad que hoy estaría en Turquía, con una serie de rituales que no figuran en la Biblia. El dogma no importa: los principios, sí. Y lo que hay que hacer es enseñarlos, distribuir la riqueza existente no repartiendo canastas ni tarjetas, sino haciendo con el dinero que el Estado tiene cosas productivas, y entender que nosotros no necesitamos a las multinacionales sino todo lo contrario, ya que producimos lo que es necesario, salvo la tecnología, que compramos sin ningún problema. Pero todos los partidos son amanuenses de los grandes capitales”.
Dos orillas, ¿un destino? El ya célebre abrazo entre Mujica y Sanguinetti es para este legislador una sana muestra de “un país que siempre ha tenido gestos de republicanismo y de austeridad”. Sin embargo, el balance que hace de los dos es muy distinto, puesto que cataloga al colorado como “un gran estadista, aparte del único constituyente de 1967 que queda vivo”, y al tupamaro como “un hombre que, en un país donde el Che Guevara explicó por qué era impensable una revolución armada, encabezó un movimiento que por un medio no permitido en la Constitución quiso derrocar al gobierno, para eso trajo muertes e inseguridad, y consecuentemente vio cumplir la regla histórica según la cual las revoluciones terminan en dictadura, porque los que ganan se convierten en dictadores y los que pierden traen a los dictadores del otro bando”.
Por lo tanto –remata el abogado– “Mujica es una persona nefasta para la historia nacional, que no ha hecho autocrítica, además del peor presidente de este siglo, pese al gran impulso que le dio a la Universidad Tecnológica del Uruguay. Porque gobernó el país como si fuera un capataz de estancia y porque desprecia el derecho y el conocimiento”. Sin embargo –concluye–, Sanguinetti y Mujica son “dos ‘ancianos de la tribu’ que se retiran, y en su abrazo hay reconciliación, punto final y una versión moderna de ‘civilización y barbarie’”.
Pero ¿por qué en la Argentina no se ha aplicado el espíritu de concordia republicana, si esa tierra ha dado a juristas brillantes como Germán Bidart Campos y a próceres del derecho como Juan Bautista Alberdi? Para Lust, la respuesta es muy clara: “Argentina no se ha transformado en un Estado de derecho confiable por los gobiernos que ha tenido, no por sino a pesar de Alberdi, uno de los grandes constitucionalistas del siglo. La nación pasó de un sistema oligárquico a un sistema popular. Y Perón hizo algo muy inteligente: al obrero le dio un partido, y le robó los clientes a la izquierda. Y después Argentina ha vivido una sucesión de golpes de Estado durante los cuales la Constitución
no se aplicó”.
Mientras elogia la riqueza interminable de la nación, tanto geográfica como natural y humanamente, un terreno en que pasa imperceptiblemente de José Ingenieros a Armando Ribas y a José Larralde, el oriental remata el tema con una nota sociológica: “Hay que diferenciar Buenos Aires del interior, porque muchos porteños actúan como si fueran ingleses frustrados que se encandilan con las grandes marcas, aman el golf y sueñan con ser lores, pero el resto del país tiene más puntos de contacto con Uruguay”.
Sin ídolos a la vista. Así como afirma que los peores genocidas de la historia son Hitler, Mao, Stalin y Truman, Lust, un recién llegado a la política al que no le incomoda ser una espina de tono amable y contenido corrosivo para el sistema, declara respecto del caso chileno: “Lo que ha pasado en Chile es muy importante simbólicamente, porque significa el fin de una época y de la Constitución de Pinochet. Pero pensar que por cambiarla se acaba con las injusticias sociales es un error, porque la desigualdad en el ingreso y en el acceso a la educación tampoco mejoró dramáticamente durante las administraciones socialistas que gobernaron Chile con la Constitución de Pinochet”.
Antes de terminar, tiene tiempo para opinar sobre la actualidad estadounidense. Y aunque considera que el triunfo de Biden será positivo para países como Uruguay, porque es un hombre “más aperturista comercialmente que Trump”, acota: “Lo que caracteriza a Estados Unidos, independientemente de quién gane, es su política exterior y, dentro de ella, el intervencionismo militar”.
El final de la entrevista no tiene que ver con la política, con la economía ni con la ecología. Tiene que ver con la filosofía, con la prosa y con la poesía, a las que Lust abocó sus mejores horas gracias a una hepatitis que lo postró en la cama a los 15 años de edad, y muchas de cuyas obras favoritas recita con una memoria prodigiosa.
Ocurre que el influjo hipnótico de García Lorca, de Nietzsche, de García Márquez, de Roa Bastos, de Alejo Carpentier, de Julio Herrera y Reissig, de Dostoyevski, de Tolstói, de Bécquer, de Quevedo, de Calderón de la Barca y de Rubén Darío lo sigue atrayendo más hoy que cualquier otra actividad terrenal. Pero esa es otra historia, acaso más literaria. Acaso, también, más interesante.
Tal vez el truco es mantener al espectador gordo de “verdades” masticadas, digeridas
La película de Netflix The Social Dilemma alerta sobre la potencial adicción que supone el uso de redes sociales, y anima a abandonarlas. Habría que examinar el sustento empírico que dispara esta alarma, pero más inquietante que cualquier posible dependencia es la ultrapasteurización de contenidos de las oligopólicas plataformas de streaming, como la que alberga el propio film. Y tal vez el verdadero peligro no abordado por la película sea el inconmensurable poder que han acumulado las Big Tech, porque, ¿qué ubicuo y todopoderoso ente decide qué veremos y qué no?
Sin inocencia. Cualquiera que indague un poco encontrará en Netflix no solo un inocente sitio “para ver películas y series”, sino también una poderosa tarima de propaganda. Casi todo lo allí alojado, y hay que decirlo, a veces de muy buena factura técnica y artística, contiene una bajada de línea específica.
Los grupos económicos que operan la cultura son hábiles para vender la “revolución” y amordazar “la” revolución y, sobre todo, astutos para desalentar la reflexión individual y crítica, y fomentar el pensamiento único; porque el colectivismo les viene como anillo al dedo por ser exponencialmente más redituable: es más fácil vender dos colores de pañuelo que producir para todo el Pantone. Los razonamientos más complejos, a veces los que se acercan más a la verdad, o por lo menos a un equilibrio, mueren con la polarización. Famoso es ya el truquillo de algunos partidos políticos de incorporar facciones de izquierda y de derecha para alzarse con la mayoría del electorado.
Y este fenómeno se concatena con otro: el flujo constante y copioso que drena por esa manguera hace que el consumidor despreocupado no tenga respiro para preguntarse qué, cuánto, cómo y por qué consume lo que consume. ¿Cómo hacerlo? Si Netflix ni siquiera deja terminar la película, y ya saca los créditos y nos enchufa otro título. ¿Acaso para que sigamos tragando sin parar, sin reflexionar sobre lo visto, sin indagar sobre su ficha técnica? ¿O lo hace para ahorrarnos el esfuerzo de pensar? Tal vez el truco consista en mantener al espectador aturdido de azúcar, sobrealimentado de certezas tranquilizadoras, gordo de “verdades” masticadas, digeridas. El Aparato regurgita sin pausa su alimento balanceado en cientos de millones de picos abiertos y anhelantes (y aquí sí cabría la cuestión adictiva que plantea The Social Dilemma).
Literatura. Yendo al universo literario, el mundillo editorial se ha arremangado las botamangas para meter los pies en el lodazal de aplicaciones y plataformas, con las concesiones y condicionantes que eso conlleva; entre otras cosas, el empleo de un lenguaje quinceañero y una estética informal y aniñada. Entonces, los libros se exhibirán, sí, pero muy por encima, en un elogio de la inmediatez y la estridencia, del colorido y la melodía pegadiza, que no dará lugar a otra cosa que no sea un maremágnum de tapas despampanantes y eslóganes, de réplicas de recomendaciones automáticas y de intercambios entre gente que no leyó el texto en cuestión pero que así y todo lo vitorea. “La gente no quiere leer, quiere haber leído”, dice Dolina.
Los grandes monopolios editoriales ya están vertiendo sus catálogos en estas canastas de comida rápida, y ante la pauperización gana el establishment: lo que el sistema instala será lo que tendrá visibilidad, siguiendo una cómoda inercia hacia la concreción de sus intereses, tanto económicos como ideológicos, en una cancha inclinada en que la mayoría del público no se preguntará demasiado ni hará exámenes profundos sobre eso que se le presenta como lo mejor, lo único, lo indiscutible; pero no porque se trate de un público tonto, muy por el contrario, individuos de hiriente agudeza circulan por las redes sociales, sino porque el scroll infinito de Instagram propone figuritas atractivas; los videítos de Tiktok prometen emoción visual, y rara vez alguien someterá la urgencia por el disfrute de esos estímulos reconfortantes a la reflexión consciente y profunda, a esa especie de meditación en movimiento que implica bucear en las cuevas submarinas de una obra literaria. Y es que, como dentro de un shopping virtual, se transita de pasillo en pasillo y de escalera mecánica en escalera mecánica, pe
¿Qué jerarquía se le da a una obra reseñada en milimétrica tipografía en un Instagram?
ro indefectiblemente el famoso algoritmo, ese nuevo tirano que decide quién será feliz y quién no, nos deposita frente a “locales” donde se exhiben productos homologados por el dueño del mismo algoritmo. Difícilmente se encontrará algo “distinto”. Ocurre excepcionalmente: “contrabando” que logra burlar los sensores del Sistema. O tal vez sería más propio hablar de burla a los censores. Pero ese es otro tema.
Mercado. Hay algo muy positivo en la divulgación que ejercen instagramers, tiktokers, booktubers: los títulos llegan a un público joven y deseoso de material que represente sus intereses, presentado por maestros de ceremonias que hablan su idioma. Eso tiene un alto valor. Pero también algo negativo, y es justamente lo mismo. Es decir, lo apropiado para adolescentes no lo será para adultos. Y hablo tanto de escritores como de lectores. Escritos de cierta complejidad serán evaluados, reseñados y exhibidos con las mismas herramientas, los mismos códigos y en el mismo contexto que Crepúsculo o Cincuenta sombras de Grey. Porque la dinámica que se impone es la del segmento de consumidores adonde apunta el mercado como blanco para sus ventas. Hay excepciones, por supuesto, pero debo generalizar para plantear el asunto.
El lector suspicaz de esta nota podrá sugerir que para análisis más exhaustivos existen otros canales. Pero, ¿los hay? ¿Queda algún canal con suficiente llegada? ¿Que además sea plural? Me parece que no, me parece que estos formatos barrieron hasta con los restos aún tibios de la televisión.
También se podría inferir que determinados volúmenes no están allí porque no alcanzan el estándar necesario, pero un libro no debería ser solo un producto maleable para las estrategias de marketing.
Un buen libro podría llegar a contener el signo de una época, y no debería comercializarse del mismo modo que se comercializa un monopatín eléctrico. Hay temas que no son fulgurantes, no son la moda ni están fogoneados por grupúsculos de elite, y terminan muriendo ahogados bajo el tsunami del mainstream.
Preguntas. Y a partir de estas reflexiones, me surgen interrogantes:
¿Cómo esquivar la bajada de línea de los massmedia? ¿Puede un Tiktok de un minuto compactar la esencia de un libro? ¿Dónde están hoy aquellas excelentes películas que se alquilaban en los videoclubes? ¿Cómo evita el pequeño productor de ficción ser aplastado por las pantagruélicas campañas de grupos multimedia? ¿Cómo equiparan posibilidades autores sin padrinazgo con autores subrepticia y millonariamente patrocinados? ¿Qué jerarquía se le está dando a una obra cuando es reseñada en milimétrica tipografía en un post de Instagram, así, a las apuradas, porque ya viene otra obra detrás en la producción en cadena?
Son preguntas retóricas, no tengo las respuestas. Solo siembro la duda para contagiar la urticante intriga que padezco. Volviendo a Netflix, ¿para cuándo un documental que explore el ignoto destino de las películas y series “incorrectas”? He ahí, yo creo, el verdadero Social Dilemma: la adicción a las redes sociales puede eventualmente resolverse con una rehabilitación; una cultura colonizada por el mercantilismo y la ideología, no.