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Un detective privado genera un casting, uno que tiene un objetivo extraño y que será el núcleo de este documental extraño, mutante, de Maite Alberdi. En ese casting, aparece la figura de Sergio, alguien a quién Romúlo, el detective Rómulo, le va a asignar la misión menos esperada: la hija de un residente de un asilo, la cliente, decide que es hora de comprobar si su padre sufre realmente malos tratos. Entonces, al no poder Rómulo infiltrarse de primera mano, es este casting, y, claro, Sergio su idea.
Desde ese instante, Sergio será parte del asilo de ancianos, y se destará, filmada con fineza, con mano quieta y nada ansiosa, una divertida travesura, una que termina bastante más emocional de lo que uno esperaba. Pero en sus primeros momentos, el documental busca seguirle el paso lento y aprendiz a Sergio. Es Sergio quien debe informar y es Sergio quien debe ser amable y devenir amigo de los demás habitantes de ese sitio tan temido que es un asilo de ancianos. Y ahí es donde empieza sus problemas.
El principal problema, por supuesto, es que Sergio empieza a perder la imparcialidad. Coherente a su posición de detective filmado, pero haciendo eso díficil su misión. El segundo, y no tanto problema, y que trae mucho cine y corazón al film es los relatos, los cuentos, la forma en que esos instantes sobre alguien jugando a ser detective, para sentirse vivo, constrastan con la forma de hablar y de contar de aquellos que se sientes débiles, abandonados y hasta alejados.
En sus mejores momentos, la misión y el oído, de la película y de Sergio, hacen algo que no creíamos posible: llenan de cariño un asilo, algo siempre construído desde la tristeza y el gris en el cine. Pero cuando realmente brilla, no solo sabe apretar todos los botones emocionales que tiene a mano, si que muestra la vulnerabilidad de todos los involucrados, desde Sergio hasta la misma cámara. Ahí es donde mejor funciona esta aventura con enorme sensatez.