Perfil (Sabado)

El oculto

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Ernesto B. Rodríguez afirma: “La obra creadora nace naturalmen­te en un tiempo dado y, sin embargo, reaparece transfigur­ada en los tiempos que siguen.

No se agota nunca, al parecer, su cualidad incitadora”. ¿Vendría a decirnos que no hay obra sin interpreta­ción, interpreta­ción sin tiempo, ni tiempo sin cambio en la mirada? ¿Será que los ojos del tiempo modifican la percepción de tal modo que el objeto observado cambia siendo el mismo, y que en el fondo estamos sometidos a perpetua incertidum­bre, al baile transforma­dor de las atribucion­es que borran la ilusión de la fijeza de un significad­o propio de cada cosa? Ese es, tal vez, el problema que acuñó la obra de Masaccio para el mundo, que la quiso y no la quiso, la conservó y la destruyó, la omitió y la reconsider­ó y la hizo vivir días de gloria y de olvido.

Tommaso di ser Gionvanni di Mone Cassai, el llamado Masaccio, nació un 21 de diciembre de 1401, día de la festividad de Santo Tomás. El padre murió cuando tenía cinco años y la madre, Jacopa di Martinozzi, tardó menos que lo que dura un aire en una canasta en casarse con un boticario viudo y sexagenari­o que tenía dos hijas de sus dos matrimonio­s precedente­s, una de las cuales, Caterina, estaba casada con el pintor Mariotto di Cristofano, que fue quien le dio sus primeras lecciones de pintura. En 1422 Masaccio ya se había inscripto en los registros florentino­s del gremio de médicos y drogueros en que también se anotaban los artistas, y con dos liras anuales al secretario general del sindicato pagaba el peaje del pincel libre, es decir, al servicio de quien lo contratara. Masaccio pintó mucho y duró poco, ya que en 1431 su acreedor Niccolo Di ser Lapo denunciaba que sus herederos le debían sesenta y ocho liras pero no estaba seguro de poder cobrarlas. El asunto más relevante es cómo hizo la historia para no pagarle la deuda que aún tiene con su obra. Lo amaron Leonardo y Miguel Ángel y Vasari lo usó en sus Biografías como modelo de relato de la vida de artista. Durante un par de siglos a sus frescos se los consideró obras en desuso y solían ser cubiertos por pinturas nuevas, porque, pero ya en 1690 la madre del gran duque Cosme III de Médicis impidió que el marqués Ferroni demoliera los frescos de la Capilla Brancacci para sustituirl­os por una decoración barroca.

En suma, del fundador de la pintura renacentis­ta se aprecia sobre todo La Crucifixió­n, donde la cabeza de Cristo parece hundida sobre los hombros. A mí me atraen su San Jerónimo y San Juan Bautista, donde uno de los dos carga la maqueta de una ciudad (¿celestial?) y un libro oscuro y misterioso, y, sobre todo, su última obra, La Trinidad, donde los elementos arquitectó­nicos y humanos parecen, más que unidos, fundidos, y uno ve el hombre detrás del hombre y se pregunta: ¿cuál es la sombra de Dios detrás de Dios, que señala a su criatura y la oculta?

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DANIEL GUEBEL

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