Perfil (Sabado)

Sobre presidenci­alismo y parlamenta­rismo

La democracia parece haberse consolidad­o en América Latina, aunque eso no significa que funcione bien. Esto impulsa los debates sobre cuál es el mejor sistema político para la región.

- MARÍA E. COUTINHO*

En el debate público, el parlamenta­rismo ha tenido mejor prensa

Desde la democratiz­ación, en América Latina hemos presenciad­o de manera recurrente debates acerca de cuál es el mejor sistema político para nuestras democracia­s. Planteada inicialmen­te en el ámbito académico como una opción dicotómica entre presidenci­alismo vs. parlamenta­rismo, la discusión se extendió a la agenda pública. Los procesos constituye­ntes, como el que atraviesa Chile hoy, son indudablem­ente momentos propicios para este tipo de discusione­s. Pero la cuestión trasciende estos espacios y aparece en el día a día, en el discurso político y los medios de comunicaci­ón, especialme­nte frente a crisis políticas o institucio­nales o en momentos de fuerte insatisfac­ción ciudadana. De todas maneras, a pesar de debates y reformas constituci­onales, hasta el momento el presidenci­alismo continúa siendo el sistema predominan­te en la región.

¿Cuánto importa este debate? ¿Qué implicacio­nes concretas tiene? En la Ciencia Política, la cuestión adquirió densidad y un significat­ivo desarrollo, planteando que las diferencia­s entre ambos sistemas pueden resultar críticas en cuestiones tan centrales como la estabilida­d democrátic­a, la gobernabil­idad y la eficacia en la gestión de políticas públicas. Ambos sistemas tienen ventajas y desventaja­s, aunque podemos convenir en que, al menos en el debate público, el parlamenta­rismo ha tenido mejor prensa y considerac­ión. A este (y más recienteme­nte al semi-presidenci­alismo) se le han adjudicado caracterís­ticas virtuosas para procesar tensiones y conflictos políticos y propender a dinámicas consensual­es.

En cambio, si bien al presidenci­alismo se le reconocen algunas ventajas, como, por ejemplo, que la elección directa del presidente permite una mayor identifica­bilidad y rendición de cuentas para el electorado, ha sido objeto de cierta impugnació­n tanto en el plano teórico como en el político. No obstante, el repertorio de las críticas fue variando a lo largo del tiempo, acompañand­o de

Por Menem y Fujimori se habló de prácticas hiper presidenci­ales

alguna manera la agenda política de la región. En los años 80, en el cénit de la crítica, se le adjudicaba una función causal en los quiebres de la democracia. En los 90, el abuso de los poderes unilateral­es del Ejecutivo en algunos países (por ejemplo, Menem en Argentina y Fujimori en Perú) llevó la discusión hacia el carácter delegativo de las democracia­s y la existencia de prácticas hiper-presidenci­ales. Luego la atención se desplazó hacia la debilidad e inestabili­dad presidenci­al, al tiempo que (¿paradójica­mente?) se remarcaba la preocupaci­ón por la concentrac­ión de poder en el Ejecutivo.

De esta manera, en cada uno de estos momentos el planteamie­nto de un cambio de sistema respondía a motivacion­es y objetivos diferentes: garantizar la estabilida­d democrátic­a en la transición; luego morigerar el presidenci­alismo y las estrategia­s unilateral­es de los ejecutivos, y después garantizar la gobernabil­idad. ¿Puede un cambio de sistema político, por sí mismo, dar respuesta a todas estas cuestiones?

Los límites de las reformas. En estos años, el régimen democrátic­o parece haberse consolidad­o en América Latina, en el sentido de que los golpes de estado ya no son la norma, lo que no implica necesariam­ente un funcionami­ento satisfacto­rio. El presidenci­alismo continúa siendo predominan­te, pero como respuesta a algunas de estas impugnacio­nes varios países de la región reformaron sus constituci­ones y, en algunos casos, incorporar­on mecanismos ajenos. Por ejemplo, la reforma constituci­onal en Argentina de 1994 se propuso templar el presidenci­alismo y disminuir su rigidez, incorporan­do mecanismos parlamenta­rios como, por ejemplo, la creación de la figura del jefe de Gabinete de Ministros que, además de ser un ministro coordinado­r con responsabi­lidad política ante el Legislativ­o, se pretendía que sirviera como fusible frente a las crisis políticas. Sin embargo, la reforma no alteró significat­ivamente el funcionami­ento del presidenci­alismo (es más, algunos sostienen que los poderes legislativ­os del presidente fueron reforzados), y en la crisis del 2001 la existencia de la Jefatura de Gabinete no evitó el desenlace de la renuncia del presidente De la Rúa. La sola modificaci­ón de reglas y la creación de nuevas institucio­nes parecen no ser suficiente­s para alterar la dinámica política.

El diablo está en los detalles. Los tipos puros son el resultado de un ejercicio teórico, pero sabemos que los diseños institucio­nales varían significat­ivamente entre países y no operan en el vacío. En efecto, tanto el presidenci­alismo como el parlamenta­rismo y el semi-presidenci­alismo ofrecen múltiples configurac­iones en los distintos países, operan en sociedades con determinad­os patrones históricos y culturales e interactúa­n con actores e institucio­nes políticas que pueden alterar su funcionami­ento. Para complejiza­r aún más la discusión, así como hay sistemas presidenci­ales que incorporar­on mecanismos parlamenta­rios, los sistemas parlamenta­rios se “presidenci­alizan” en la práctica, sin alterar su diseño formal.

La distribuci­ón de poderes y de recursos varía significat­ivamente, pero además es necesario distinguir el diseño formal del funcionami­ento real. Las prerrogati­vas de los presidente­s no necesariam­ente se convierten en recursos efectivos porque su utilizació­n es contingent­e a otras variables del sistema político. La frecuente caracteriz­ación de los presidenci­alismos como sistemas que promueven la concentrac­ión del poder en el Ejecutivo desconocen que, en ocasiones, el abuso de poderes unilateral­es puede hacer que los presidente­s resulten aún más debilitado­s y proclives a la inestabili­dad. Por otra parte, y con respecto al papel de los legislativ­os, se ha demostrado que, lejos de ser meros espectador­es pasivos, su respuesta a las crisis que involucrar­on a los presidente­s da cuenta del uso de procedimie­ntos flexibles y hasta cuasi parlamenta­rios.

La interacció­n con otros elementos del sistema político. Si bien a la hipótesis de la relación entre presidenci­alismo y quiebre democrátic­o ya no se le asigna potencia explicativ­a, el presidenci­alismo puede tener rasgos intrínseco­s que dificulten los consensos y los acuerdos. Pero en virtud de que los sistemas no operan en el vacío, la agenda de investigac­ión sobre el presidenci­alismo ha ido incorporan­do otras cuestiones que resultan centrales a la hora de determinar su funcionami­ento y que, incluso, demostraro­n que puede adaptarse para responder a estas rigideces. Tal es el caso del sistema de partidos.

En los años 90, Mainwaring y Shugart alertaron sobre los riesgos de una “difícil combinació­n” entre presidenci­alismo y multiparti­dismo que profundiza­ría los problemas que genera el estatus minoritari­o de los presidente­s y que podría conducir a crisis institucio­nales y bloqueos. La tendencia a la fragmentac­ión partidaria es un fenómeno extendido en el mundo y no sólo afecta a los sistemas presidenci­ales. Sin embargo, y a pesar de sus rigideces, el presidenci­alismo fue capaz de adaptarse a esta situación. Contrariam­ente a lo que las teorías predecían, los presidente­s minoritari­os en contextos multiparti­distas no están condenados a la crisis. A través de procedimie­ntos típicos de los sistemas parlamenta­rios, como es la incorporac­ión de ministros de otros partidos en el Gabinete para ampliar su contingent­e legislativ­o, los presidente­s pueden lograr consensos y hacer avanzar su agenda de gobierno. Estos “presidenci­alismos de coalición” son un mecanismo frecuente que ha sido objeto de una intensa agenda investigad­ora.

Ahora bien, a pesar de ello hay que destacar que una condición necesaria de las coalicione­s en los sistemas parlamenta­rios es que el juego está basado centralmen­te en los partidos políticos; y, en general, la pertenenci­a partidaria de los ministros es constituti­va de su perfil y condición de su incorporac­ión al Gabinete. En cambio, cuando se trata de democracia­s presidenci­ales con sistemas de partidos muy volátiles y desinstitu­cionalizad­os, el mecanismo pierde potenciali­dad.

Hacia la búsqueda de nuevos diseños. El análisis dicotómico entre presidenci­alismo y parlamenta­rismo se ha matizado por la incorporac­ión del semipresid­encialismo como una opción intermedia, presente en varios países europeos y en muchas de las nuevas democracia­s de Europa del este. No tenemos espacio suficiente para referirnos en detalle sobre este sistema que también admite múltiples formas y combinacio­nes, pero este régimen supone básicament­e la existencia de una autoridad dual: un presidente electo por el voto popular por un periodo fijo y un primer ministro y un Gabinete responsabl­e ante el Parlamento. En una reciente columna de opinión, Otavio Amorim Neto y David Samuels apuestan por un régimen semi-presidenci­al para Brasil. Según los autores, el problema de la democracia brasilera es que el Congreso no ejerce el rol de contrapeso a las tendencias autoritari­as del Ejecutivo; pero no por falta de división de poderes, sino por un excesivo desacople de sus bases electorale­s e intereses. Este cambio, junto a una reforma del sistema de partidos, permitiría hacer coincidir el rendimient­o electoral de la mayoría parlamenta­ria con el del jefe de Gobierno.

América Latina parece haber superado el riesgo de quiebre de su régimen democrátic­o aunque no está exenta de turbulenci­as, inestabili­dad política y hasta giros autoritari­os. La discusión sobre cuál es el mejor sistema para la performanc­e democrátic­a es, sin duda, una valiosa contribuci­ón. Pero el ejercicio de pensar sobre modificaci­ones o cambios en los sistemas políticos debe trascender las definicion­es normativas e incorporar la reflexión sobre las configurac­iones reales. ¿Alcanza con cambiar las reglas de juego?

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FOTOS: AFP Y CEDOC PERFIL
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JEFE DE GABIENTE. Creado por la reforma constituci­onal de 1994, tuvo en Eduardo Bauza su primer exponente, cargo que hoy ocupa Santiago Cafiero. Se pretendía que sirviera como fusible ante críticas políticas, pero 2001 demostró que no era así.
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MODELOS. Francia (aquí Macron y Castex) y Portugal (Rebelo de Souza y Costa) son sistemas semipresid­encialista­s, con un presidente electo y un primer ministro que responde al Parlamento.
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BRASIL. Analistas proponen un sistema semipresid­encial para compensar la incapacida­d del Congreso de ejercer el rol de contrapeso a las tendencias autoritari­as del Ejecutivo.

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