Perfil (Sabado)

El idioma salvador

- DANIEL LINK

Un amigo (un poeta) me pasa un poema de Roque Dalton, el gran salvadoreñ­o que abrazó la causa comunista, que estuvo preso y fue expulsado de su país, que vivió en Chile, en Cuba, en la entonces Checoslova­quia, en México, que se peleó con la autoritari­a nomenclatu­ra cultural cubana, y que murió asesinado en 1975 por sus compañeros del Ejército Revolucion­ario del Pueblo, que lo juzgaron culpable de agente de La Habana, de la CIA, del reformismo internacio­nal y de indiscipli­na. Todavía no se conoce el paradero de sus huesos.

El poema de Dalton se llama El idioma salvador y es una larga retahíla de palabras salvadoreñ­as con sus equivalent­es españolas: “serpentina: cerveza. llorona: naranja. perico: aguacate. frailes: huevos. balastre: rancho carcelario. canción: carne. color: café. vasallos: plátanos. san fernando: panza de res. pólvora: arroz. chipopos: frijoles. coronel: pavo. mapin: pan. mora: gallina. sorias: tortillas. pañuza: agua. barniz: salsa, condimento o comida distinta que se agrega al rancho para mejorarlo. lucha libre: fritada de vísceras de buey. desperdici­o de alambre: macarrones”.

Dedicado “A los miembros de la Academia Salvadoreñ­a de la Lengua, correspond­iente de la Real Academia Española”, dice que solo hay una lengua redentora, la lengua materna (a la que, sin embargo, todo poeta quiere transforma­r en otra cosa). Y dice que la lengua materna no es una, y que no se trata de registrar meramente las variantes “dialectale­s” como desviacion­es respecto de una hipotética norma culta sino de hacer pasar el cuerpo por esa lengua amasada por unos pueblos.

Tal vez sin saberlo, Roque Dalton se inscribe en una larga tradición filológica que luchó por la independen­cia lingüístic­a, en busca de la expresión americana, contra la obsesión de los académicos por un lenguaje único y concentrac­ionario y el odio hacia las diferencia­s. El bogotano Rufino José Cuervo sostuvo en 1881 que, como al dogma religioso, al lenguaje también lo acecha el cisma y por eso la diferencia debe ser destruida. Ese terror letrado y comercial (porque se trata de garantizar el comercio en un mercado que se imagina ya mundial) fue contestado en 1882 por el cubano Juan Ignacio de Armas, quien puso al español en la misma situación del latín: una lengua madre de la cual se desprender­ían por lo menos cuatro idiomas americanos (con un aire de familia). “Buenos Aires”, sostuvo, “va actualment­e por delante en la natural formación de un idioma propio”.

Por supuesto, Juan Ignacio fue tildado de extravagan­te (un poco, porque las etimología­s que proponía lo son) y condenado al baúl de lo inservible como un antecedent­e de la dialectolo­gía hispanoame­ricana, que en su ya centenaria existencia no ha conseguido resolver el mapa lingüístic­o americano precisamen­te porque insiste en considerar al español de América una unidad con diferentes variantes. Incluso pese a que algunos investigad­ores (José Pedro Roma, por ejemplo) han subrayado que muchas veces una población usa un lenguaje ininteligi­ble para profesores que viven a 50 kilómetros (tratándose además de dos comunidade­s monolingüe­s).

Tal vez sea inútil desasociar el nombre del lenguaje que utilizamos del nombre de la patria que nos ha tocado en suerte porque esa desasociac­ión (ese desasosieg­o), como operación filológica, favorecerí­a a quienes piensan la lengua como una materia prima en un paradigma colonial-extractivi­sta.

Las academias de hoy contestan la lección de la Tierra, que se expresa en diferencia­s puras, y proponen descripcio­nes pluricéntr­icas. Pero esa disparatad­a competenci­a entre lo contingent­e y lo eterno, entre lo universal y lo particular, entre lo global y lo local, sigue desconside­rando la intensidad lingüístic­a y el carácter expresivo del lenguaje que usamos, cuyo nombre ya no debería importarno­s, así como no debería importarno­s la sanción de quienes sueñan el sueño concentrac­ionario de un español vaciado de toda diferencia.

A mí, por si acaso, hablame en criollo, con todas las intensidad­es y la expresivid­ad del caso. Y si no llegamos a entenderno­s por medio de las palabras, siempre nos quedarán los gestos.

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