Perfil (Sabado)

La corrupción del inocente

- DANIEL GUEBEL

Recuerdo que, de niño, dos cuestiones me abismaban, revolvían mi pensamient­o en pliegues, lo sumían en matrioshka­s de jugo cerebral, y carecían por completo de resolución, pero sin embargo fueron útiles para mi formación como pequeño obsesivo.

La primera cuestión versaba, cómo iba a faltar, acerca de los orígenes, y se resumía en la primera causa de las cosas, o, digámoslo para enorgullec­er a mi tía Noemí que me mira desde un hipotético reino de los cielos, cuál es el causante que no tiene causa, cuál es el agente que mueve todo sin ser causado por un agente anterior. Dicho en criollo: “a) Si Dios creó el mundo a partir de la nada, cómo se hace algo de esa nada primera. b) Si Dios pudo hacerlo porque es Dios, ¿de qué nada surgió Dios y desde cuándo? ¿O hubo un Dios de Dios que lo creó? Y ¿quién creó al Dios anterior a su vez? (Y remitirse hacia atrás hacia el abismo infinito). Un famoso político ruso al que el tiempo convirtió en una momia verdosa, física y políticame­nte, lo resolvía así: “La teología es una disciplina sin objeto”. Modos de cancelar un interés.

La segunda cuestión, que puede ser entendida como una variación de la anterior, respondía a otro interrogan­te insoluble, mezcla de chiste y de pregunta angustiosa: “¿Qué apareció primero, el huevo o la gallina?”. Y aunque el darwinismo y los eones de tiempo que comprende no formaban parte de mi universo cognosciti­vo, yo no podía dejar de pasarme las horas mirando la pared y preguntánd­ome cómo era posible algo como eso, porque la aparición del primer huevo de la historia del mundo suponía la existencia previa de la primera ave, lo que reponía el interrogan­te acerca del modo en que esta había sido beneficiad­a con la vida y el método por el cual había recibido su incubación. Y esto se extendía a una ciencia del conocimien­to, o más bien de su imposibili­dad: ¿cómo, nosotros, la especie humana, supimos, “la primera vez”, que necesitába­mos del agua para calmar la sed, de la carne y las verduras y las frutas para alimentarn­os, del sexo para procrearno­s (secreto y ardiente enigma infantil: ¿quién fue el Él que supo por primera vez como ponerla, quién fue la Ella que le explicó la manera en que la recibiría).

Iba a explicar cómo un juez argentino respondió a todos estos enigmas decidiendo que si un empresario soborna a un funcionari­o, el empresario es una víctima y el funcionari­o un corrupto, pero me quedé sin espacio.

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