Perfil (Sabado)

El lugar del muerto

- RAFAEL SPREGELBUR­D

Entre tanta muerte, explicable o no, el gato que nos visita en la casita del campo apareció muy desmejorad­o. Llamamos al veterinari­o pero murió al día siguiente sin que supiéramos de qué. Era un gato. Y vino a despedirse. Los chicos lo habían llamado Lindurita, pero tenía tantos nombres como los vecinos quisieron darle: Angelito, Mucho, Lindurita. Su vida fue un misterio. Nunca supimos quién le daba de comer cuando no estábamos, ni de dónde venía ni a dónde iba después. Aparecía como un ángel.

Lo lloramos tanto como a nuestros muertos recientes. Los niños, incluso más. Las mascotas que mueren representa­n otras muertes y se dejan llorar más fácil; las entendemos parte normal de la naturaleza y de su pequeño gran ciclo. Hicimos un pozo al pie del molle, el árbol sagrado de los incas. Los niños trajeron flores silvestres y ramas de aromo y señalaron con piedritas el lugar del muerto. También le redactaron y pintaron una lápida, con una contundenc­ia de la que los adultos hubiéramos sido incapaces: “Aquí yace Lindurita, un gato libre”.

Se me antoja descubrir que merced a toda la virtualida­d que se nos ha instalado, el acto de la sepultura ha desapareci­do casi por completo. ¿Cuántas chances tenemos de depositar un cuerpo real en la tierra real? ¿De acomodarlo para el descanso? ¿De cerrarle los ojos? ¿Cuántas de decorar una tumba? No hablo del ritual religioso, que tendrá sus reglas y formas prefijadas, sino de la señalizaci­ón del sitio de lo muerto, ese espacio indefinido en la razón, origen de todo arte. Desde el túmulo griego a la pirámide, pasando por la tumba de Lindurita, la construcci­ón de un signo innecesari­o, inútil, impráctico, es el gesto desesperad­o por señalar que el muerto no está vivo pero que tampoco es una cosa. Esa energía ritual, ese extra indefinido, ese ejercicio simbólico, ese pacto persiste en cualquiera de las ficciones organizada­s como práctica artística. La prueba es que los niños de humanos lo entienden aun sin ninguna pedagogía estética previa.

Las mascotas que mueren representa­n otras muertes y se dejan llorar más fácil

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