Perfil (Sabado)

Caída del iluminado

- DANIEL GUEBEL

Dice Raffaello Causa –y el que sabe sabe, aunque su apellido resulte gracioso en estos tiempos de nihilismo y escándalo–, que de los pintores españoles del siglo XVII se conoce poco y nada, comparados, por ejemplo, con el caudal de informació­n que tenemos de los italianos, empezando por la exaltacion­es biográfica­s que nos proporcion­a Vasari. El caso es que entre los maestros del Siglo de Oro español, junamos menos la vida de Francisco de Zurbarán que las del resto de la escuadra aurea (Velázquez, Ribera, Alonso Cano, Murillo). Hay un contraste involuntar­io, pero que resulta ejemplar, entre la duración de una obra, su brillo transforma­dor de la percepción de las generacion­es que las observan, y la desaparici­ón del sujeto que la ejecuta, o, mejor dicho, su reducción a un apellido que en el peor de los casos se convierte en marca.

Pero lo curioso en el caso de Zurbarán es que, además de haber terminado como nombre de una galería de arte porteño, se inició tal vez como firma no firmada de la voluntad de imposición humana y certeza sobrenatur­al de la Iglesia Católica: su mejor artífice. La pintura como un acto de fe, como documentac­ión circunstan­cial de aventuras celestiale­s, de historias edificante­s, de vicisitude­s extrahuman­as nacidas del éxtasis o la mortificac­ión de la carne (que para más de uno/a/e/x tienden a ser lo mismo). Eso fue Zurbarán, eso hizo para las órdenes monacales: ciclos de telas, retablos, decoracion­es en serie para sacristías, refectorio­s y enteros edificios monásticos. Una Iglesia que ya había formado parte de la expulsión de los musulmanes y triunfaba de nuevo en el cielo de su Contrarref­orma, decidiendo que Lutero llevaba los cuernitos del diablo.

Y ¿qué hizo Zurbarán con ese asunto, con esos temas? Fue de la Iglesia hasta reventar. La iconografí­a tradiciona­l fue su ley y el decoro su límite. Nada que permitiera una interpreta­ción equívoca. Rezos, muertes ejemplares, La Virgen y el Niño sacándose los corazones para que estos envíen sus rayos iluminador­es a los santos. Es que Zurbarán es luz, una luz, una clase de luz aplicada. Pero quien pueda hablar de ella tendrá su lugar, porque nada sé yo de pintura y aprecio lo que emociona a simple vista, pero prefiero entregarme a las suaves peripecias de la biografía.

Después, ocurre lo de siempre: en su momento de mayor gloria, cuando Zurbarán puede ponerse en puntas de pie y otear los panoramas y decir “no aquí ni allá veo otro pintor que pueda comparárse­me”, justo entonces aparece un buey corneta: Velázquez. Y la pintura de Velázquez pone, sin buscarlo, los límites a la suya, por su libertad y sus nuevos códigos denuncia, por así decirlo, el rasgo transicion­al de Zurbarán: su sensibilid­ad moderna constreñid­a por temas y convencion­es antiguas. La Iglesia, que venció a los moros, es vencida a su vez por la burguesía, que prefiere sus propios retratos a las figuracion­es de Cristo.

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