Reportajes de Fontevecchia.
A la socióloga Maristella Svampa y a la activista somalí Ayaan Hirsi Ali.
“Debemos alfabetizar a la clase política que tiene en lo ambiental un punto ciego.”
El vínculo entre desarrollo y daño ambiental vuelve a ocupar un lugar esencial en la agenda. Para la promotora más importante de un cambio ecosocial en nuestra región, la transformación debe ser en varios niveles, con el criterio central que incluya a la Justicia, la ética y la acción política. Dice que experiencias como la de los partidos ecologistas europeos o el Green New Deal estadounidense no terminan de ser soluciones desde la perspectiva de “nuestro sur”. Rescata la experiencia de las asambleas populares y los pueblos originarios.
—¿Qué sintió cuando Alberto Fernández dijo “estamos terminando el patriarcado”?
—Como muchas mujeres feministas, me quedé muy impactada por la ceguera de que daba cuenta esa frase, pronunciada por un hombre en un momento en que la situación de la mujer es más que problemática. Más allá de los avances que ha hecho el feminismo, los feminismos en todo el mundo y particularmente en nuestro país, no hay que olvidar que la tasa de femicidios es alarmantemente alta, que los derechos de las mujeres son vulnerados diariamente. Hay un sinnúmero de problemáticas ligadas al paradigma del cuidado que no están siendo tenidas en cuenta ni por políticas anteriores a este gobierno ni por este gobierno. Me pareció de un optimismo sin fundamento.
—¿Qué pensó cuando vio las aguas de Venecia limpias durante el confinamiento y la cuarentena?
—Durante la pandemia se activó una suerte de freno de emergencia de ciertas actividades económicas, una imagen gráfica muy buena de Walter Benjamin. No todas, porque hubo muchas actividades muy ligadas al extractivismo que continuaron en América Latina y otros lugares. Durante ese período, fuimos testigos ocasionales y coyunturales, porque no es más que eso, de lo que podía ser un mundo más habitable, en el que la contaminación no fuera el signo de la época. Es un efecto colateral del cese de actividades de la crisis sanitaria. No es reflejo de un programa estructural que implicaría un cambio en las relaciones de la sociedad y la naturaleza.
—En una entrevista en la presentación del libro “El colapso ecológico ya llegó”, su coautor, Enrique Viale, dijo: “Los mapas de pobreza coinciden con los de la degradación ambiental”. ¿Cómo se da ese fenómeno en la Argentina?
—Cuando con Enrique
Viale subrayamos el hecho de que hay una coincidencia entre los mapas de la pobreza y de la contaminación hablamos de varios registros. En primer lugar, en términos históricos los primeros afectados ambientales fueron las poblaciones más vulnerables del sur global. Siempre hubo una distribución muy desigual de los impactos ecológicos, ambientales, de los modelos de desarrollo en términos Norte-sur. El ambientalismo popular surgió en los pueblos del Sur. También en Estados Unidos, donde efectivamente los barrios más contaminados, en los que se asentaban las industrias más contaminantes, eran habitados por afroamericanos. Son movimientos que nacen asociados a estas demandas de los sectores populares más vulnerables que reclaman por sus condiciones de vida. Es algo histórico, no que está ocurriendo ahora. En las últimas décadas se agravó al calor de la expansión de las fronteras del neoextractivismo. Tenemos no solamente los casos de contaminación industrial que podemos ver en el Riachuelo. La situación de sufrimiento ambiental es enorme y la afectación de millones de vidas atañe a sectores muy vulnerables. A eso se suman los pasivos ambientales en Jujuy. Dice de sí misma que es la capital nacional de la minería. En realidad, es la capital nacional de los pasivos ambientales. Las minas hicieron estragos en las poblaciones infantojuveniles que presentan plomo en sangre. Se observa en la explotación petrolera; y no solamente con el fracking en Vaca Muerta. También anteriormente, cuando a partir de 1977 se expanden las fronteras petrolera y gasífera, sobre todo en Loma de la Lata. Ahí empieza el conflicto con las comunidades mapuches, los pueblos originarios, que llevaron a juicio a Repsol por esa situación. Estos ejemplos dan cuenta de que, efectivamente, los pobres son los primeros afectados. Por la expansión de la frontera del neoextractivismo vemos que población y localidades enteras son reducidas a ser áreas de sacrificio tanto por la extensión de la frontera minera como de la petrolera. Los impactos de los agrotóxicos generan graves problemas sociosanitarios, amenazan también a los ecosistemas en los territorios y comprometen el cuerpo y la vida misma de las personas. Si decimos que hay una coincidencia entre el mapa de la contaminación ambiental y el de la vulnerabilidad social es porque hay un discurso en toda América Latina que quiere disociar, u oponer más bien, lo social de lo ambiental, como si lo ambiental fuera algo superficial, como si afectara solamente a escasas poblaciones. Como si fuera una problemática de los países del Primer Mundo. En nuestras latitudes los primeros afectados son los pobres. Contamos con un ambientalismo popular que da cuenta de ello. Reúne desde pueblos originarios, asambleas territoriales y localizadas en las provincias hasta organizaciones populares en el conurbano bonaerense.
—En “Ecosocialismo”, el sociólogo franco-brasileño Michael Lowi, entrevistado también en esta serie, escribió: “Una clase dirigente depredadora y codiciosa obstaculiza cualquier voluntad de transformación efectiva. Casi todas las esferas de poder y de influencia se someten al pseudorrealismo que pretende que es imposible cualquier alternativa y que la única imaginable es la del crecimiento”. ¿El capitalismo y el Antropoceno son el principal problema ambiental?
—La lógica y la dinámica del capitalismo van contra la vida. Destruyen su tejido. Esto aparece ilustrado por la expansión de las fronteras de explotación que se extienden hacia territorios antes no valorizados por el capital. Mercantilizan todas las formas de vida. Sin embargo, el capitalismo está tocando los límites naturales y ecológicos del planeta. Los recursos son finitos. Los impactos de la explotación y del modelo de apropiación ponen en riesgo cada vez más la continuidad o la sostenibilidad de la vida. Es lo que llamamos Antropoceno, una categoría síntesis que marca la crisis que atravesamos. Una nueva era que pone en el centro el hecho de que el ser humano se convirtió en una amenaza, en una fuerza de alcance global que hace peligrar la vida en el planeta. Es un concepto que me parece muy rico, permite una visión más integral y holística. No solo pone el acento en el modelo de apropiación y de explotación de la naturaleza; también el de consumo. Pone en cuestionamiento el perfil metabólico de esta sociedad que destruye, depreda y amenaza la reproducción de la vida misma. Ese perfil metabólico se aceleró al calor de la expansión del capitalismo, de la globalización neoliberal. Necesita sostener un modelo de consumo que promueven los países más
desarrollados y destruye los ecosistemas y desplaza a esas poblaciones que se le oponen. La noción de Antropoceno es crítica. Sé que es un concepto en disputa. No todos tienen una visión más sistémica y crítica del Antropoceno. Algunos creen que podemos salvar el capitalismo con más capitalismo, sin tocar los factores estructurales de la crisis. Creo que no. Debemos construir un modelo sostenible, reconciliarnos con la vida. Podríamos decir que las mujeres tienen un rol importante. Hay narrativas tecnocráticas corporativas que buscan salvar al capitalismo con la idea de que con más tecnología podremos resolver los problemas que creó el capitalismo. Pero hay otras narrativas más relacionales, contrahegemónicas, ligadas a las luchas de los movimientos de corte anticapitalista. Sostienen que es necesario hacer cambios estructurales para que la vida en el planeta no sea hostil. La noción de Antropoceno también nos dice que ya estamos en una era de colapso, de derrumbe, de hundimiento. En el reciente mes de julio de 2021 hubo hechos que ilustran el colapso ecológico. El sudeste de la Amazonia dejó de captar dióxido de carbono. Es más, ahora es emisor. Es contaminante. Vimos las inundaciones extremas en Bélgica y en Alemania, países del centro global; también en el centro de China. La bajante del río Paraná que no se registraba desde 1944 se debe también a factores antrópicos. Si ante ello no tomamos conciencia de la necesidad de reformas drásticas, lo más probable es que el colapso se acelere y conlleve lo económico, social, político, que llevará más bien hacia una suerte capitalismo del caos.
—¿Son útiles las alternativas éticas individuales como ser vegetarianos, por ejemplo?
—Me parece útil, pero es algo necesario aunque no suficiente. Soy vegetariana desde hace tres años. Estoy mucho más tranquila conmigo misma. Hay una anécdota sobre Franz Kafka, que también se hizo vegetariano siendo adulto mayor. Cuenta que fue a visitar el acuario en Berlín con su albacea y amigo Max Brod. Miró a los peces y dijo: “Ahora puedo hablar con ustedes porque ya no los como”. La civilización en el futuro sin duda deberá ser una cultura de respeto a otras formas de vida. De respeto a los animales o a otras formas de vida no humanas. Ese tipo de salida individual me parece que es condición necesaria pero no suficiente. Debemos ir hacia una salida colectiva. Vuelvo a la realidad de los movimientos socio-eco-territoriales en América Latina, ignorados por lo que podríamos denominar la narrativa hegemónica. Por ejemplo, aquellos movimientos que hoy se oponen a la minería a cielo abierto y defienden el agua como bien común. Recordemos el caso de Mendoza. Las manifestaciones ocurrieron en 2019, poco antes de la pandemia. Apenas asumido el gobierno de Alberto Fernández, la primera manifestación social que presenciamos fue la pueblada mendocina que se opuso a que, en un acuerdo entre oficialismo y oposición, se habilitara la megaminería.
Mendoza, como otras seis provincias en nuestro país, tiene una legislación que prohíbe la minería a cielo abierto con sustancias altamente contaminantes. Esa prohibición es también la defensa del agua, que es un bien común hoy más valorado que nunca, en una provincia que además tiene una memoria ligada al estrés hídrico. Por eso mismo colocó en la agenda central la problemática del agua. Es un movimiento ligado a los ambientalismos populares. Hay una agenda de protección de los bienes comunes. Se protege el agua porque la megaminería o la minería a gran escala no solo dinamita grandes extensiones de territorio, sino que además utiliza grandes cantidades de agua dulce, potable y también mucha energía. Entra en competencia con otras actividades productivas. Eso es elemental, y muchas veces se oculta a la hora de dar cuenta de estas luchas socioambientales. Pero además de tener una agenda de protección de los bienes comunes, otro ejemplo podría ser la Ley de Humedales, también fundamental. Durante 2020 en Argentina hubo conglomerados de organizaciones sociales que buscaron que el Congreso aprobara una ley que los protegiera. Son ecosistemas frágiles, necesarios para la vida, que están siendo arrasados no solo por la expansión de la soja, sino también por el urbanismo liberal o neoliberal, los countries y los barrios privados. Venden supuestamente un discurso de protección del ambiente cuando en realidad están arrasando con el ambiente y desplazando poblaciones. Se denunció en Argentina qué estaba pasando con los incendios que estaban arrasando con humedales, junto al lobby detrás de la imposibilidad de aprobar esa ley, el lobby sojero e incluso el minero e inmobiliario. No se pudo aprobar una ley de protección de los humedales y eso es un grave problema. Esperamos que en los próximos tiempos pueda ser superado. Cuando hablamos de una agenda concreta, nos referimos a la protección de los bienes comunes, de esos ecosistemas frágiles, bosques, humedales, el agua, entre otros. También debemos hablar de una agenda de transición ecosocial energética. No es posible en Argentina realizar una transición energética hacia energías limpias y renovables si
lo que estamos promoviendo es la expansión de un proyecto ligado a hidrocarburos no convencionales como Vaca Muerta. Vaca Muerta está obturando la posibilidad de discutir una agenda de transición energética en la Argentina. Si aspiramos a una descarbonización, si aspiramos a ir hacia una sociedad libre de combustibles fósiles, una sociedad poscarbono, si aspiramos a promover energías renovables como la eólica, la solar, entre otras, debemos abandonar el modelo de los combustibles fósiles. Sin embargo, en la Argentina no hay discusión sobre estas cuestiones porque la discusión está obturada por Vaca Muerta. Blinda y coloca el marco del debate. Entre los adoradores de Vaca Muerta no están solamente los sectores conservadores o neoliberales, sino también el llamado progresismo. El progresismo tiene a la cuestión ambiental como un punto ciego, no conceptualizable, molesta. Las demandas ambientales molestan. Buscan construir un falso discurso ambientalista diciendo que Vaca Muerta produce gas natural, un combustible puente para la transición. Es absolutamente falso. Ahí existe un grave problema entonces para colocar en agenda la transición energética. Es un territorio inexplorado en la Argentina. Todavía no hemos discutido siquiera tampoco el litio. ¿Qué vamos a hacer con el litio? Posee junto con Bolivia y con Chile parte del ABC del litio o el triángulo del litio. ¿Qué sucede en los últimos tiempos? Por un lado, no hay una política pública estratégica en relación con el litio. El litio tiene la misma normativa regulatoria que la minería transnacional, muy ligada al saqueo y la contaminación. Por otro lado, sobre todo durante el gobierno de Mauricio Macri, hubo una suerte de festival de licitaciones. Entraron los grandes actores globales a tallar en la explotación del litio y lo que tenemos hoy es un panorama muy preocupante. Se avanza en la frontera de explotación del litio sin respetar el derecho de las poblaciones, muchas de ellas indígenas, destruyendo ecosistemas frágiles como son los salares altoandinos y asegurando una transición corporativa ligada al norte global mientras seguimos destruyendo nuestro territorio. La discusión sobre la transición energética, y de manera más general ecosocial, ya está en la agenda. Se está discutiendo en el norte global, pero no en el Sur. En nuestro país no hay ninguna discusión sobre ello. El problema es que seguimos siendo hablados desde el Norte cada vez que se abordan estos temas. Seguimos teniendo a Vaca Muerta, que dentro de poco puede llegar a ser un activo obsoleto que forma parte de la agenda del pasado, como atado o asociado a la ilusión. No discutimos el litio. No lo discutimos en clave productiva nacional ni tampoco discutimos un pacto de sostenibilidad con las poblaciones que habitan esos territorios. Lo que estamos haciendo es facilitar la transición poscarbono de los países del Norte que vienen a explotar de manera depredadora el litio en el norte del país. Son cuestiones que deberían estar en la agenda. Acabamos de terminar con colegas y miembros del Grupo de Estudios Críticos e
Interdisciplinarios de la problemática un libro sobre la transición energética. Es un terreno poco explorado desde las ciencias sociales. Todavía no está, y debería estarlo, en el centro del debate. Cada vez que el Gobierno se refiere a la transición o incluso al Green News Deal lo hace de una manera superficial bastardeando cualquier posibilidad de discusión seria sobre el tema.
—Joe Biden plantea el Green New Deal como una gran oportunidad de crecimiento económico: cambiar un sistema energético por otro para finalmente producir más empleo y generar mejoras. ¿Cómo debería ser el verdadero Green New Deal?
—Hay antecedentes en la discusión sobre el Green New Deal. Nace como propuesta en los años 90 en Europa. En ese momento no caló muy hondo y luego fue retomado en Estados Unidos por distintos actores y referentes políticos e intelectuales, como Jeremy Rifkin, que no es precisamente un economista antisistema. Es más bien un economista pro establishment. Pero escribió un libro sobre el Green New Deal poco antes de la pandemia. También lo hizo Naomi Klein, una activista radical que también escribió otro libro sobre el Green New Deal. Ya estaba en la discusión en Estados Unidos y fue retomado sobre todo por el ala izquierda demócrata,
“Los primeros
afectados ambientales
fueron las poblaciones
más vulnerables
del sur global.”
especialmente por Alexandria Ocasio-cortez, la joven diputada demócrata, la más joven que accedió a ese puesto en su país. Fue con una vuelta de tuerca a partir de la cual busca sobre todo inspirarse en ese Plan Marshall que después del 30 y en los 40 se instauró en Estados Unidos un plan económico de infraestructura y guiado por la acción del Estado en la perspectiva de creación de empleo público. El Green New Deal viene inspirándose en esta idea del Estado como gran actor en la creación de empleo y de infraestructura pública, a lo que se añade como central la revolución tecnológica y sobre todo la transición energética de la mano de la descarbonización de las economías e infraestructuras. Es el eje central del Green New Deal, al menos como lo plantea el ala más radical del Partido Demócrata, y retoma Joe Biden en términos más generales y concretos, asociado a la idea de generación de empleos. Es cierto que la revolución tecnológica y la transición energética destruirán empleo. ¿Quién puede negarlo? Las nuevas tecnologías y energías renovables crearán empleos y sobre todo la perspectiva de la justicia ambiental, que tiene que ver con el acceso a la salud, a la educación, también a empleos de calidad. En esa línea, el Green New Deal plantea una articulación entre las justicias social, ambiental y étnica. Desde el Sur, nosotros tenemos una propuesta diferente. Primero, porque creemos que en la perspectiva del Green New Deal hay muy pocos elementos que tienen que ver con una transición justa o una visión geopolítica más global. Segundo, porque sobre todo apunta a la descarbonización de las economías, esto es, a la sustitución del modelo combustibles fósiles por un modelo basado en energías renovables, pero no cuestiona el modelo alimentario. El modelo alimentario a gran escala, como el agronegocio, podría ser la soja aquí o la hoja de palma en otros países latinoamericanos. Es un modelo también altamente depredador y muy contaminante. La quema de combustibles fósiles es responsable del cambio climático, pero también lo es la expansión de la frontera agraria y los cambios en los usos de la tierra. El modelo de agronegocios que tenemos en nuestros países, por ejemplo en Argentina basado en la soja, es insustentable y no puede en ese sentido ser congruente con una perspectiva de transición socioecológica. Insisto en esta idea de que es necesario concebir una noción de transición justa. Hay mucha desconfianza en el mundo del trabajo y en los sindicatos en incorporar la necesidad y la urgencia de la transición energética. Se nutre en la idea de que siempre son los trabajadores los que pagan los costos del cambio. Es necesario asentar la idea de que esta transición genere empleo, pero un empleo más calificado y limpio, no ligado a un paradigma fósil que amenaza la vida. Hay elementos que deben ser pensados en la nueva matriz. Un ejemplo concreto está en el sistema de transporte. Sería un despropósito total si reemplazáramos el modelo del automóvil basado en el combustible fósil por uno de auto eléctrico si no modificamos la
“Hay
un discurso
que quiere oponer
lo social
a lo ambiental.”
“La lógica
y la dinámica
del capitalismo
van contra
la vida.”
“El ser humano se
convirtió en una
amenaza de alcance
global que hace peligrar
la vida en el planeta.”
estructura misma del transporte. Si lo único que reemplazamos son los automóviles individuales que funcionan a combustible fósil por los que funcionan con una batería de litio, no estamos cambiando nada. No hay planeta que aguante, ni litio que alcance, para un modelo fundado en el automóvil individual. Necesitamos transportes públicos, reflotar el sistema de ferrocarriles, que es mucho más limpio, aquí y en otras latitudes. Hay que pensar los costos de la transición, porque implicará hacer frente a intereses corporativos consolidados en nuestras sociedades. Pero no nos queda otra. Algunos dicen que es ingenuo pensar en una transición, pero yo diría que más bien es ingenuo seguir la ilusión que vemos en las elites o en la clase política de nuestro país que piensa que Vaca Muerta nos va a salvar. En realidad, nos hundirá más. Es ingenuo pensar que modelos de desarrollo que son los responsables del colapso ecológico del planeta puedan sacarnos de esta crisis. Necesitamos hacer cambios nodales. Algunos lo llaman Green New Deal, pero lo están pensando para el Norte. Tenemos que elaborar soluciones y propuestas desde el Sur para que esa transición sea justa. Que no se haga a costa de nuestros territorios y poblaciones.
—¿Debería haber en la
Argentina un Partido Verde importante, como en Francia o como en Alemania?
—No estoy segura de si debería haber un Partido Verde como tal, por lo que decía antes también. Cuando pensamos el pacto ecosocial e intercultural del Sur, no lo concebimos únicamente como pacto verde, sino como un gran articulador de demandas sociales, ambientales, étnicas, feministas o de género. Construir un movimiento transversal que esté en el camino de una sociedad resiliente. En Argentina no hay ningún candidato que esté tomando estos temas. Si repasamos por ejemplo las elecciones presidenciales de 2019, ningún candidato cuestionó los modelos de desarrollo. Ningún candidato cuestionó el fracking o el modelo de minería a cielo abierto. Solamente el candidato de izquierda, Nicolás del Caño, hizo mención a la transición. Pero no lo hizo ninguno de aquellos que tenían chances de ganar. Hay un consenso extractivista, desarrollista, en la base de una visión ideológica hegemónica. Tenemos un gran problema con nuestra clase política. Para las próximas elecciones todo es más de lo mismo. Los candidatos no toman la problemática ambiental como transversal. Por eso digo que no sería útil construir un Partido Verde. Es necesario incorporarlo de manera integral y no solo a través de un Partido Verde que se ocupe solamente de obtener algunas medidas. Hay que construir una visión integral. La transición ecosocial tiene que ser el vector de cambio de nuestras sociedades. Pero volviendo a lo anterior, las próximas elecciones nos confrontan a una clase política que vio que en los últimos dos años hay una expansión muy importante de la conflictividad socioambiental. Está la problemática en relación con los humedales, las megagranjas porcinas, ahora la cuestión de la salmonicultura en Tierra del Fuego, también la posibilidad de expansión de la frontera hidrocarburífera en el Mar Argentino. Todo eso nuclea las nuevas problemáticas socioambientales. No aparece en la plataforma de los candidatos que quieren arribar al Parlamento. Lo poco que hay de aquellos que toman las demandas socioambientales es más bien de carácter testimonial y no tiene casi posibilidades de llegar a tener una representación. Son muy pocas las figuras que encontramos, incluso dentro del oficialismo, que están retomando estas demandas, que son conscientes de la gravedad de la problemática socioambiental. Lo que sí encontramos es una sociedad cada vez más consciente de la gravedad de la crisis climática y de transicionar hacia otro tipo de sociedad. No se trata de reactivar viejos modelos de desarrollo que no funcionan, que no resuelven el problema de la pobreza ni el de la desigualdad y que encima destruyen aún más las condiciones de vida de las poblaciones en los territorios. La sociedad es cada vez más consciente. Debemos construir un consenso amplio en la sociedad para avanzar en la dirección de la transición. Debemos alfabetizar a la clase política argentina que todavía sigue teniendo a lo ambiental como un punto ciego. Lo bastardea o simplemente hace el saludo a la bandera.