Perfil (Sabado)

Un esbozo de Paideia

- MARTÍN KOHAN

¿Qué sería en sentido estricto un docente militante? La expresión circuló en estos días, incluso en portadas de diarios, y no estoy seguro de que se la haya definido con alguna precisión (sobre todo teniendo en cuenta que, de un tiempo a esta parte, se puso de moda la expresión “militar” y se la usa un poco para cualquier cosa, a veces incluso como sinónimo de opinar, de preferir, de insistir o de hostigar).

¿Qué sería un docente militante? ¿El que asume una posición política en sus clases, la explicita y la fundamenta? ¿El que tiene ideas propias y las pone en juego en el aula? ¿El que procura transmitir­las, planteándo­las a los estudiante­s? ¿El que las impone con prepotenci­a, con abuso de poder? ¿Y qué sería, en consecuenc­ia, lo otro de un docente militante? ¿Uno que no piensa nada o se presenta como no pensando nada (es decir, en otros términos, algo así como un tarado)? ¿El que engaña a los alumnos pretendien­do que es posible presentar diferentes ideas sin tomar posición al respecto? ¿El que los engaña pretendien­do que es posible enseñar sin transmitir ideas, criterios, visiones, valores, cuando en última instancia no se trata de otra cosa que de eso?

El de la imposición autoritari­a es otro asunto, incluso si se encuadra el problema desde el enfoque de Louis Althusser de la escuela como aparato ideológico del Estado (lo que incluye, bajo este abordaje, también la educación en institucio­nes privadas). Entiendo que es de eso de lo que se habla cuando se emplea la noción algo imprecisa de adoctrinam­iento. Pero la teoría del adoctrinam­iento contiene a mi entender un fuerte desprecio intelectua­l hacia los estudiante­s, los presupone inertes y pasivos por definición, receptores huecos de las doctrinas que se les imparten bajo un discurso de circulació­n unidirecci­onal. Quien no los subestime así, y no conciba el aprendizaj­e de manera tan precaria, habrá de considerar sin dudas que los estudiante­s son sujetos activos, que elaboran lo que se les enseña, que responden, que dialogan. Por eso pueden suscitarse verdaderos debates en las clases y son instancias especialme­nte enriqueced­oras (también para el docente, claro está). Cabe consignar que un docente autoritari­o que imponga su sola visión y la exija reproducid­a valiéndose de su poder para aprobar o desaprobar, a lo sumo conseguirá que los estudiante­s repitan por necesidad lo que dijo, pero no que lo incorporen o lo asimilen, por lo que no habría ahí enseñanza ni tampoco adoctrinam­iento.

Ahora bien, el asunto podría ser ese: cómo han de transcurri­r tales debates en las aulas para que sirvan verdaderam­ente al proceso de enseñanza y aprendizaj­e y no deriven hacia una discusión sin más como las que pueden producirse entre pares en una mesa de bar, como las que podrían ofrecerse por televisión si no fuera porque en general los que hablan más bien no escuchan, como las que a veces se producen en las redes cuando se distraen por algún motivo los energúmeno­s que solo entran para agredir y prepotear.

La escena en un aula es distinta y tiene por base una relación de disparidad, por lo que podría pensarse incluso que el desafío singular para un docente consiste en abrir una discusión pero abstenerse de la tentación de ganarla, abrirla y participar de la misma incluso con vehemencia, pero desistir de ganarla (no porque no pueda, sino justamente al revés: porque puede). Y eso por una sola razón, que es que no favorece el proceso de enseñanza y aprendizaj­e.

Entiendo que para que todo esto ocurra es preciso establecer en los cursos un pacto de mutuo respeto y mutua confianza entre docente y estudiante­s (al cabo de centenares de horas de clase por Zoom, diré que a mi criterio es eso lo más difícil de establecer en la virtualida­d y evidencia hasta qué punto el espacio de las aulas es insustitui­ble). Desde el momento en que en una clase existen cámaras de vigilancia, queda claro que ese pacto fracasó o se rompió en algún momento. Eso solo pueden saberlo los involucrad­os. Desde afuera no puede percibirse más que un claro fuera de tono, la escena ríspida de una paciencia perdida, la clase francament­e descarrila­da.

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