Perfil (Sabado)

Redes sociales: separemos la red de lo social

- LUIGI ZINGALES*

Después de haber roto una oligarquía mediática en el poder y haber aumentado la libertad de expresión de las personas, las redes sociales son tan transforma­doras como lo fue la imprenta hace 500 años. Pero para garantizar que la tecnología haga más bien que mal, sus funciones principale­s deben estar separadas entre sí.

Otrora elogiadas por su papel central en la Primavera Árabe, ahora las plataforma­s de redes sociales tienen la culpa de cualquier cosa que no agrade a los medios tradiciona­les (desde el referendo por el Brexit y la elección de Donald Trump, hasta la polarizaci­ón política en general). Un creciente desencanto con las redes sociales ha intensific­ado las demandas de que se las regule. La presión ya es tan grande que Facebook, temerosa de posibles controles estatales, ha intentado ponerse a la cabeza de los intentos regulatori­os, y publicita con énfasis su apoyo a esas políticas.

Pero, ¿qué tipo de regulación necesitamo­s? Para responder esta pregunta, primero hay que comprender la naturaleza transforma­dora de las redes sociales, que puede compararse a la de la imprenta en la Europa del siglo XV.

Historia. Antes de la imprenta, los libros eran demasiado caros, y su producción dependía del subsidio de la Iglesia católica, que así tenía el monopolio del conocimien­to. Pero la llegada de la imprenta puso los libros al alcance de la clase mercantil. Y como sus integrante­s en general no dominaban el latín, aumentó la demanda de biblias impresas en el idioma vernáculo.

De modo que la imprenta cambió no sólo el idioma de los libros, sino también el estilo y el tenor del debate. Aunque las discusione­s escolástic­as de la Edad Media eran intensas, siempre habían sido educadas y de tono elevado. Pero la imprenta trajo consigo la Reforma, caracteriz­ada por debates teológicos injuriosos y teatrales. Entonces, como ahora, todos comprendie­ron que un combate intelectua­l intensamen­te emocional era favorable a las ventas.

La reacción del establishm­ent católico a esta nueva era fue multifacét­ica, pero hay tres decisiones que son dignas de destacar: la recentrali­zación del poder en manos del papa; la creación del Index de libros prohibidos; y la intensific­ación del papel de la Inquisició­n como protectora de las almas católicas contra los predicador­es del “falso conocimien­to”. Ver la nómina de libros que prohibió la Iglesia católica es una experienci­a vergonzant­e: el Index incluyó muchas de las obras más importante­s de la cultura occidental, de Maquiavelo y René Descartes a Galileo Galilei e Immanuel Kant.

Monopolio y oligopolio. La imprenta desarmó un monopolio; las redes sociales, en cambio, invadieron un estrecho oligopolio. Antes de las redes sociales, cualquiera era libre de expresarse, pero no todos tenían derecho a un megáfono. La impresión de textos era relativame­nte barata, pero su distribuci­ón no (y transmitir­los por radio y televisión, cuando estaba permitido, era todavía más caro).

De allí que el acceso a megáfonos estuviera limitado a quienes expresaran ideas que los publicista­s considerar­an aceptables. Y para administra­r el estrecho oligopolio apareció una nueva clase periodísti­ca, con capacidad para elegir los temas que se discutían, los libros que se leían y la música

que se escuchaba. Y también para preselecci­onar candidatos presidenci­ales, ayudar a dar vuelta elecciones e incluso asesorar a gobiernos. Los periodista­s de élite se convirtier­on en los sacerdotes del nuevo orden.

Cuando las redes sociales irrumpiero­n en este clan cartelizad­o, la reacción automática del poder establecid­o (lo mismo que en el siglo XVI) fue tratar de recuperar el control de la informació­n. El proceso general es el mismo: se prohíbe hablar de ciertos temas en Facebook y otras plataforma­s, se excomulga a determinad­os usuarios. Pero la historia debería habernos enseñado que esta estrategia no funciona. El martirio es la mejor forma de publicidad; la “cancelació­n” puede ser el punto de partida de triunfos aún mayores.

Regulacion­es. Para regular con eficacia las redes sociales, hay que concentrar­se en separar los efectos de la tecno- logía (que ya son irreversib­les) de los efectos de un modelo de negocios particular, que la regulación puede cambiar. El problema no es que la gente pueda publicar en Internet ideas absurdas; mientras no haya delito, las personas deben ser libres de expresarse. El problema, más bien, es la combinació­n de las redes sociales con un modelo de negocios que maximiza las ganancias promoviend­o las ideas más absurdas e incendiari­as.

Un modelo que se facilita por la inmunidad que tienen las plataforma­s de redes sociales contra consecuenc­ias legales o reputacion­ales. A los diarios se los suele considerar responsabl­es por lo que imprimen (en términos legales y de reputación). Pero la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaci­ones (1996) de los Estados Unidos ha permitido a las empresas de redes sociales eludir cualquier responsabi­lidad legal por lo que aparece en sus plataforma­s. Y cuando se las critica por promover contenidos absurdos, siempre echan la culpa a los algoritmos (aun cuando son ellas las que los diseñaron para maximizar el tiempo que pasan los usuarios en la plataforma).

Las plataforma­s de redes sociales ejercen dos funciones: operan redes que conectan a miles de millones de personas, y deciden qué contenidos ven esas personas. Los diarios cumplieron por siglos un papel editorial parecido, pero en un entorno de intensa competenci­a, algo que no puede decirse del entorno actual de las redes sociales. Facebook posee alrededor del 72% del mercado de las redes sociales en Estados Unidos, de modo que en la práctica es un monopolio, con todas las consecuenc­ias negativas que eso supone.

Es aquí donde puede ser útil la regulación: para separar la “red” de lo “social”. En muchos países, la red de distribuci­ón de electricid­ad (un monopolio natural) está separada de la producción de electricid­ad. Del mismo modo, hay que separar la infraestru­ctura de interrelac­ión provista por las redes sociales y el papel editorial. La primera actividad es un monopolio natural en virtud de las externalid­ades de red; para la función editorial, en cambio, es adecuada la competenci­a. En particular, es importante que la empresa que gestione la red virtual esté excluida del negocio editorial, ya que de lo contrario podrá eliminar cualquier competenci­a subsidiand­o una actividad con la otra (exactament­e el sistema que tenemos hoy).

Leyes. ¿De dónde saldrán las ganancias de estos dos ámbitos separados? El ámbito competitiv­o ofrece muchas opciones: las empresas pueden hacer publicidad, vender datos o cobrar a los clientes por el contenido o por el privilegio de no recibir anuncios o de que sus datos no estén puestos a la venta. La red virtual (lo mismo que cualquier monopolio natural) debería cobrar un precio regulado por el acceso a la infraestru­ctura.

Para hacer estos cambios no hay que recurrir a los tribunales o a la reglamenta­ción tecnocráti­ca, sino a la legislació­n. En una sociedad democrátic­a, tomar decisiones políticas fundamenta­les que afectan el flujo de la informació­n es tarea de representa­ntes electos. Y no soy optimista respecto de que pronto veamos una ley de esta naturaleza en Estados Unidos: legislador­es que dependen de las redes sociales para obtener la reelección no van a morder la mano que los alimenta. Pero no nos engañemos: no hay otra solución. Todo lo demás es un paliativo o, peor, un modo de fortalecer el monopolio actual.

La empresa que gestiona la red virtual debe estar excluida del negocio editorial

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FOTOS: CEDOC REDES. Un creciente desencanto ha aumentado las presiones para que se las regule. El desafío es encontrar la forma más adecuada.
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GUTEMBERG Y LA IGLESIA. La imprenta puso fin al monopolio del libro de los monjes. Los papas reaccionar­on prohibiend­o muchas obras.
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FOTOS: CEDOC PERFIL
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FACEBOOK. Zuckerberg se adelantó y aplicó un sistema que tiene mucho de censura.

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