Perfil (Sabado)

El malentendi­do

- DANIEL LINK

Estoy en un encuentro internacio­nal de humanistas digitales en Zaragoza, topónimo que proviene del latino Caesar Augusta, que recibió en el año –14 de su fundación, en homenaje al emperador que la declaró, además, colonia inmune (podía acuñar su propia moneda y estaba exenta de impuestos) para benefico de los legionario­s de la

IV, VI y X, que habrían de defender el territorio.

En algún momento, uno de los ponentes dice “pijas condecorac­iones” y yo oigo “pijas con decoracion­es”. Sobresalta­do, decido concentrar­me en la escucha, que tiene esos pequeñas traiciones idiomática­s.

Recuerdo la confusión en la demorada sobremesa de esa noche, cuando veo que empiezan a apilar las sillas para que nos vayamos. “Es que es día de semana”, digo. “¿Qué has dicho?”, me presiona una valenciana. Ella había entendido “Diazepam”.

Le cuento, además de mi lapsus auditivo de la mañana, otro. Hace muchos años, comíamos con unos amigos mexicanos en un restaurant­e tailandés particular­mente picante, lo que motivó que le dijera a mi marido (creo que entonces no estábamos todavía casados): “siento los labios como Beatriz Salomón” (vedette hoy llorada, que por entonces todavía brillaba en los escenarios). Uno de los mexicanos, fotógrafo exquisito, me dijo: “No sé bien qué quiere decir lo que has dicho, pero suena muy obsceno”. Le pregunté qué había entendido. Su respuesta fue: “siento los labios que me atizan los monos”. Desde entonces, usamos la expresión cuando la comida que pedimos está muy picante.

Es que el castellano o español es una lengua tan estirada y tan elástica que admite mil declinacio­nes. Contra la afirmación académica de que es una lengua policéntri­ca (como el inglés) me gusta sostener que es una lengua excéntrica, porque carece de centro normativo.

Aquí en Zaragoza las tiendas de regalos (las “regalerías” que uno puede encontrar en Buenos Aires) rezan en sus fachadas “Regalicos”, porque los aragoneses usan los diminutivo­s en -ico. Y hemos visto pasar un camión que transporta­ba (o eso decía) “Güevos güenos”. Ni hablar del “pulpitu” que promociona­n los carteles de algunos bares de tapas valenciano­s.

Con tantas variantes de pronunciac­ión, de sintaxis y, sobre todo, de semántica, no son raros los malentendi­dos, y sabido es que América se funda en varios. Colón escuchó caníbal cuando le decían Caribe y después Shakespear­e nos devolvió Calibán, que en pareja con Ariel formaron el binomio espantoso Civilizaci­ón y Barbarie. Garcilaso de la Vega (uno de los mejores prosistas de su época) contó en el famosísimo episodio del “encuentro de Cajamarca”, que enfrenta a españoles e incas un malentendi­do que analiza filológica­mente en relación con el nombre “Perú”. De ese traspié de traducción en el que alguien pregunta algo y alguien contesta otra cosa se deduce no solo una política de las lenguas sino también de lo viviente (de las comunidade­s).

Quienes se dedican a la dialectolo­gía americana, esa disciplina que pretende describir las cinco o veinte normas del castellano o español novomundan­o tropiezan con abismos imposibles de sortear. En busca de la unidad de la lengua lo que encuentran es una diferencia infinita. Pedro Rona, en la década del 60 del siglo pasado, ya había adelantado que “todo esto obliga a replantear el problema de la división del español americano en zonas dialectale­s”.

Las zonas dialectale­s son ficciones normativas que establecen cuál es la norma que rige en una determinad­a región (el Río de la Plata, por ejemplo), para lo cual se toman una serie limitadas de rasgos (fonéticos, morfosintá­cticos, etc.) que la definen.

Pero la aparición de los grandes corpus digitales del español (Corpes, Crea, Corpus del Español, etc.), porque registran absolutame­nte todas las variantes (algunos incluyen incluso versiones orales) permiten saltearse la simplifica­ción normativa y observar la lengua en su infinita variación en el espacio y en el tiempo.

De modo que las herramient­as digitales con las que hoy contamos nos permiten un acercamien­to mucho menos colonial y dependient­e de los poderes académicos a las decoracion­es que imprimimos en la lengua que usamos.

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