Llega el gran final de ela mejor James Bond de todos los tiempos
James Bond llega a su película número 27. Pero, más importante, la saga llega a la quinta y última película de Daniel Graig como 007. Y la película, de Cary Joji Fukunaga, está diseñada precisamente para entender eso que la acción revitalizada de los últimos cinco films (más cercana a Jason Bourne que la elegancia, más humanas y tangibles, aunque impresionantes, que cancheras y con una sonrisa). El Bond de Craig es perfecto. Como bien dice Stephanie Zacharek en su crítica en Time: “Es el Bond que no sabíamos que queríamos”. ¿Qué quiere decir esa oración?
Muchas cosas, y muchas cosas que también apuntan más que separarse de la action figure camp o mega cool que ha definido al personaje (un sedimento necesario para esta excepción: no hay que pensar en Craig 007 como una corrección, sino en él como un enorme reciclaje emocional), hay que pensarlo, configurarlo y sentirlo como alguien que ha sabido procesar al personaje. El camino de su Bond, desde un comienzo, se supuso más emocional (siempre, claro, conservando el set de personajes actualizados y graciosos), con un amor como punto de partida y, ahora, con un amor como isla para abandonar sus modos al servicio de su majestad.
Los vericuetos argumentales de la nueva Bond son demasiados, y demasiado poco relevantes (en ese sentido se destaca nuevamente un caricaturesco Rami Malek, que interpreta a su villano muy lejos de la habilidad de Craig para contener a la bestia dentro de 007). La actualización de género en el guión se da gracias a Phoebe Waller-bridge (Fleabag, y, junto con Taika Waititi, la gran esperanza del cine de género de contar los mismos relatos de siempre con cierta travesura revitalizadora) y es efectiva, cuando no obvia.
Pero no importa, una película de Bond no necesita ser sutil. Y estas Bond-girls son la perfecta alteración a la fórmula de siempre (que hace rato no es la fórmula de siempre, y que Eva Green desterró para siempre en el primer Bond de Daniel Craig).
Craig sabe construir un Bond al borde la perfecta destrucción, un gigante de pies de barro, sabe oscilar entre lo indestructible y aquello que simplemente sabe que está ahí para destruir (y no lo hace feliz). No es un hedonista, es casi un prisionero de su propio modo de ser en el cine. Y aún así es puro, magnético, cine. Es más que James Bond: es el mejor Bond de todos, con tanto corazón como odio.