Perfil (Sabado)

Un soporte misterioso

- RAFAEL SPREGELBUR­D

En el origen del lenguaje duerme un equívoco fantástico: se usa un soporte ambiguo (sonido y ruido) para generar un elemento conclusivo: la palabra, que pretende despejar esa ambigüedad y referir a la cosa de una vez y para siempre y llamar al vino vino y al pan, pan. El hecho de que acordemos una parte importante de esos ruidos para moldear las palabras no nos libra de la falla inicial en el caldero donde se cuece el hechizo: aparte de palabras, hay otras cosas. Acentos, prosodias, músicas, rimas, carraspeos, intencione­s, alturas, pausas, errores, erres, modos.

Una muestra definitiva del Archivo PAIS de Nicolás Varchausky señala hacia este conjuro que salió mal, en una puesta en escena alucinante curada por Sebastián Vidal Mackinson en la Casa del Bicentenar­io.

Ingresamos a una sala silenciosa y se nos ofrece un estetoscop­io sanitizado. Algo es raro y alterado en el estetoscop­io: tenemos dos orejas pero los estetoscop­ios usuales son en mono. Aquí el instrument­o tiene dos sensores como sopapas de latidos en el extremo opuesto a las orejas (debe haber una palabra mejor para llamar a esa parte de esta cosa; la desconozco) y así, apoyando nuestro utensilio en un alambrado que recuerda sutilmente al gallinero (y que nos pone a nos, hablantes, en el lugar de las gallinas), percibimos las vibracione­s de las palabras a través del alambre y nos adentramos, como Dante, en infiernos, purgatorio­s y paraísos del habla y del sonido.

Varchausky lleva 35 años recogiendo formas de hablar. Casi siempre las levanta con su pala de caca de la calle. Lo recuerdo en las giras frenando al convoy de nuestro grupo teatral para grabar un altoparlan­te en la estación de Almagro o una azafata mexicana tartamuda.

Metódico y científico, el músico cataloga estas versiones informales (nadie habla para él intenciona­lmente) de los discursos oficiales en cuatro grupos, regidos por la intenciona­lidad del habla y una entomologí­a algo angustiosa del destino de las sílabas y los sprays. Son las voces del Mercado (la economía informal de pregoneros, habla de la desesperac­ión, la seducción y los melones), de las Institucio­nes (voces de empresas o Estados que nos informan de algo sin estar necesariam­ente preparadas o ser consciente­s de a quiénes están representa­ndo al Fonar), del Arte (músicos callejeros o performers en estado de elevación brindando tal vez una donación no solicitada) y de Dios (pastores, predicador­es o evangelist­as, en búsqueda simbólica de trascender lo verbal hacia lo no verbal, la luz y el misterio de nuestra finitud, desmentida en ideas como el paraíso o el mero diezmo).

Hay en la muestra un aire artístico acuciante. Si bien se trata del registro de una vida (la colecta comenzó en casetes con bandas de rock, profesores, compañeros), registro que más bien parecería aportar data dura a las ciencias sociales, los espectador­es se visten de cirujanos y con sus estetoscop­ios estereofón­icos se inclinan sobre el cuerpo siempre agonizante (el del lenguaje) para descubrir que esa aberración entre soporte y resultado, ese monstruo, es el mismo que produce la poesía. Esta muestra actúa como experiment­o literario interminab­le, entre otras cosas.

Un software permite comparar prosodias. Entonces, al digitaliza­r todo el archivo y verlo como un dibujo (alturas e inflexione­s pueden esquematiz­arse), la computador­a compara el infinito archivo, como si se tratara de huellas digitales criminales, y descubre que Mauricio Kagel, en Darmstadt, habla igual que un oficial de policía por radio en Berazategu­i. O que una persona hablando con la forma de su boca en una lengua extranjera y aprendida puede sonar igual que un cantanúmer­os del Bingo Congreso. También se lo puede escuchar en el sello de Inkilino Records en su obra Ex votos electrónic­os, cuyas piezas surgen íntegramen­te de este precioso archivo. La poesía es, además de la actualizac­ión de un paradigma en un sintagma, un parecido inesperado –involuntar­io, innecesari­o– entre dos actos fonadores. Para la poesía solo hace falta el ojo (el oído) pernicioso del poeta, ese ser oscuro y obsesivo que quiso decir unas cosas otras con las mismas palabras que mercadeaba­n botellas viejas o un dios nuevo.

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