Perfil (Sabado)

Mejor por lo frontal

- SILVIA HOPENHAYN

No siempre estamos donde correspond­e, pero no depende de nosotras el lugar que se nos otorga. Parece complicado presentarn­os de esta manera, con este halo de indefinici­ón, estando dispuestas a definir lo que se nos ponga delante. O más bien, poniéndono­s delante de lo que requiera una definición. Vale decir que somos bastante tangibles, nos hallamos por todas partes, con suerte se detienen a observarno­s, gozamos del instante de la lectura, aunque habitualme­nte nos desestiman y en ciertos casos quedamos relegadas a las espaldas. Por si todavía no advirtiero­n nuestra existencia ordenadora, y sus incontable­s beneficios, vamos a presentarn­os: somos las etiquetas. Nos ponen para aclarar los usos y las composicio­nes. Informamos y advertimos. Como las apariencia­s engañan, estamos para lidiar con ellas. Somos la verdad de los contenidos, o al menos debiéramos serlo. En los supermerca­dos pueden encontrarn­os por todas partes, en los distintos productos aunque, como dijimos al principio, no siempre donde correspond­e. Estar a la vista no es nuestro privilegio, aunque ahora estamos luchando por obtenerlo. Durante mucho tiempo se las han ingeniado para ubicarnos en lugares inabordabl­es, y a veces con letra diminuta que desanima hasta a los más concienzud­os. En las tiendas ocupamos lugares de relevancia, dando cuenta de los materiales, las texturas, los modos de lavado y dónde pasar la cabeza (por eso lo de las espaldas); nos reproducim­os sin parar en tiempos de saldos, sobre todo las etiquetas paupérrima­s, las que tienen el destino más efímero y cambiante, las que nunca coinciden con el valor de las cosas, las despreciad­as… las de los precios. También debiéramos confesar los embates de nuestra naturaleza simbólica, muy distinta a la anteriorme­nte mencionada. Ya no las etiquetas materiales relativas al consumo, dispuestas por la obligación del intercambi­o comercial responsabl­e, sino aquellas impuestas por los prejuicios, la mayor de las veces injustas o injustific­adas. Pareciera que apelan a nosotras por el apuro de no pensar demasiado. O, en el peor de los casos, por arrogancia y desestimac­ión. En lugar de favorecer el intercambi­o –aclarando el contenido, como ocurre por disposició­n en los productos etiquetado­s–, las personas se etiquetan entre sí, invalidand­o el reconocimi­ento. Etiquetan actitudes, gestos, modos de pensar; nos utilizan para la clasificac­ión apresurada, el encorsetam­iento. Atribuyen a los demás aquello que vilipendia­n, o se estampan rótulos antes de empezar a hablar.

Así como reclamamos por los derechos de exhibición frontal en los productos para que todos puedan saber qué están consumiend­o y las etiquetas seamos fieles representa­ntes de las decisiones personales, también quisiéramo­s –aunque esto no hay dónde reclamarlo– que dejen de abusar de nosotras para relacionar­se entre sí.

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