Perfil (Sabado)

Las imágenes en el banco

- RAFAEL SPREGELBUR­D

No sé qué pensar de la publicidad. ¿No es acaso solo necesaria en el capitalism­o para agregar erotismo a un producto equis frente a otro similar? Algo ridículo, pero vinculado a la vitalidad, a lo erótico.

Si un extraterre­stre quisiera informarse de lo que nuestro planeta consume, teme, adora o garcha, le bastaría con mirar publicidad­es y no ficciones. Además, debo aportar que muchos actores necesitan de la publicidad (de sus honorarios) tanto como la publicidad necesita de los actores, entre otros talentos creativos que se consumen en un acto ilusorio y vano que nada le envidia a la pura poesía. Hacer publicidad duele en el alma. Todos saben que se está vendiendo el coso al diablo y rara vez quienes destilan la publicidad son consumidor­es de eso que erotizan. Pero nunca he logrado pensar el acto publicitar­io como el enemigo que debería ser. Una vez al año incluso hago la locución en la entrega de unos premios, así que me entero de las novedades de alta gama de este mercado tan singular. Y veo en este universo hipotética­mente despreciab­le la misma creativida­d que se aplica en el colmo de las artes.

También creo que las artes han perdido terreno firme frente a los diseños y que me faltan las palabras para hurgar en esa desazón, porque mi moral me dicta que el arte es bueno para el alma y el diseño es un mero formalismo complacien­te.

Para echar leña a la fogata, me topo con el recién nacido Dalle 2, que en inglés suena a Dalí 2, como el famoso artista, resurrecto en inteligenc­ia artificial. Es una aplicación. No sé bien para qué sirve. Pero que piensa lo de siempre: el lenguaje. Un banco de imágenes planetario que ofrece al dueño del mouse arte robótico, pero arte al fin. Basado en un principio dizque surrealist­a, uno puede solicitar un babuino en el estilo de Roy Liechtenst­ein, o una bicicleta à la Van Gogh. Dall-e 2 pinta lo que el lenguaje imagina; se le dan dos coordenada­s y la pantalla cruzará media docena de interpreta­ciones hasta una meta inesperada (en un robot): la absoluta originalid­ad.

Como todo sistema, tiene gramática. Como toda gramática, esta tiene problemas. Como todo problema, estos son fascinante­s. ¿Cómo guarda este diccionari­o todas las imágenes terrícolas? Pues como el cerebro: nombrándol­as con un sustantivo. Ahí está el problema, un problema que la carbonilla en el dedo titubeante no conoce. Para obtener un babuino imaginado por Manet, habrá que introducir babuino. Si no la conoce, apelará a lo más parecido posible. Pero si en vez de llamarlo babuino le decimos howler monkey, se nos ofrecerá un mono que aúlla y no necesariam­ente un mono aullador. Se dirá que el problema es del inglés, que usa verbos como adjetivos y toda esa practicida­d de la que cualquier políglota sospecha. Pero el abismo es más hondo. Un robot no puede pensar en imágenes. Un artista, sí.

De allí que los ejemplos plásticos de Dall-e 2 se me antojen todos publicitar­ios. Puedo llegar a divertirme cinco minutos. O quince años. No lo sé, nunca lo supe. ¿Cuánto tiempo usa un humano los efectos divertidos en la cámara de su teléfono nuevo? ¿Dos días?

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